El 10 de febrero del 2014, la entonces presidenta Laura Chinchilla firmó en Cartagena de Indias, Colombia, la “hoja de ruta” para la adhesión de nuestro país a la Alianza del Pacífico (AP). Según las estimaciones en aquel momento, el proceso tomaría alrededor de un año, tras el cual nos convertiríamos en el quinto país miembro pleno de la alianza comercial, financiera, social, cultural y política más dinámica y prometedora de América Latina, conformada hasta ahora por Colombia, Chile, México y Perú. El 10 de marzo de este año, el ministro de Comercio Exterior, Alexánder Mora, recomendó que el gobierno tome “el tiempo de reflexión necesario” para decidir si aprovechamos esa oportunidad.
Creíamos que dos años de estudios, análisis, consultas, discusiones en el Consejo de Gobierno y avances notables por parte de la Alianza, eran suficientes para tomar una decisión, que debería ser positiva. Pero pareciera que la noción de tiempo prevaleciente en el Poder Ejecutivo es en extremo laxa, y que se vincula con la indecisión y la renuencia a superar intereses sectoriales o prejuicios ideológicos añejos de algunos jerarcas en casos de gran trascendencia nacional. Ya este retraso ha impedido que participemos, como miembros plenos, en el diseño de gran parte de la normativa de la AP, y hemos perdido oportunidades en todos los ámbitos que esta toma en cuenta. No es conveniente esperar mucho más.
El ingreso al grupo se justifica desde múltiples perspectivas. La primera, más obvia, es su importancia como mercado, al abarcar el 50% de la población de América Latina. Ya tenemos tratados bilaterales de libre comercio con tres de sus miembros: Chile, México y Perú, y el suscrito con Colombia se activará tan pronto lo ratifique su Senado. La incorporación a la Alianza permitirá profundizar esta suma de acuerdos bilaterales mediante una relación multilateral, facilitar los intercambios y las inversiones e impulsar más nuestro desarrollo, algo que redundará en múltiples beneficios.
La segunda razón es que la AP está diseñada para ir más allá de la dimensión comercial y para generar también una creciente integración o coordinación –según sea el caso– en aspectos financieros, regulatorios, bursátiles, migratorios, culturales, consulares y diplomáticos, entre muchos otros. En estos dos últimos campos, sus cuatro socios han comenzado a compartir recursos para potenciar representaciones conjuntas en varios países, algo particularmente importante para nuestra proyección externa.
Por tratarse de un esquema de integración abierta –es decir, que no pretende crear barreras hacia otros socios comerciales, sino bajar en todo lo posible las de sus integrantes– y al tener Costa Rica grandes afinidades en política económica y abordajes institucionales con sus cuatro miembros, ingresar a la AP implica, también, contar con una palanca estratégica en el ámbito latinoamericano. Este elemento se acrecentará conforme se sumen otros miembros. Entre los países más entusiastas en profundizar sus nexos con el grupo se encuentran Argentina, Panamá y Uruguay.
Una cuarta razón, esencial, es que la Alianza, en este momento, constituye la mejor plataforma con que podría contar nuestro país para proyectarnos a los grandes mercados de Asia-Pacífico, con los cuales –a excepción de China, Corea y Japón– nuestros vínculos son sumamente débiles. Un país tan pequeño como el nuestro difícilmente podrá vincularse de manera eficaz, por sí solo, con naciones de la magnitud de Filipinas, la India, Indonesia, Malasia, Tailandia o Vietnam, que están entre las economías más dinámicas del mundo. Mediante la AP, en cambio, los procesos de negociación y el potencial de intercambio con esos países se podrán desarrollar fácilmente.
Si existen tantos beneficios, ¿por qué la indecisión del gobierno y la necesidad de más “reflexión”? La respuesta tiene un frente doble: el de los prejuicios ideológicos o insuficiente conocimiento sobre las dinámicas comerciales y geopolíticas de algunos ministros, y la renuencia de ciertos sectores agrícolas a enfrentar la competencia. Para solventar lo primero, el presidente debería ejercer su capacidad de convencimiento y liderazgo con determinación; para atender la segunda, lo importante es desarrollar programas que compensen posibles efectos negativos según áreas y capacidades productivas, impulsar aquellos que desarrollen las oportunidades y tomar en cuenta que los beneficios generales, y los sectores que los recibirán (entre ellos los consumidores, pero también la mayoría de los productores), son abrumadoramente más amplios que los posibles afectados inmediatos.
No se trata de quemar etapas o atropellar decisiones. Se trata de no demorarlas innecesariamente. Tenemos mucho que ganar si ingresamos a la Alianza del Pacífico y muchas oportunidades que perder si no lo hacemos. La “reflexión”, más pronto que tarde, debe dar paso a la decisión.