Como candidato presidencial del Partido Republicano, Donald Trump desafió encuestas, predicciones y hasta los consejos de los sabios conservadores del Potomac que diariamente divulgaban inspirados análisis de la campaña política. A todos los desairó con su estilo brusco y la promesa firme de reconstruir el universo político e institucional de Washington en beneficio del votante común.
Todo predecía el triunfo de la demócrata Hillary Clinton, pero la madrugada del día después de los comicios trajo las inesperadas nuevas del triunfo de Trump. La victoria se selló con la desacostumbrada mesura de las primeras palabras de Trump como presidente electo de los Estados Unidos.
Con absoluta puntualidad, el futuro mandatario ha realizado las rondas de estilo por la Casa Blanca y el Capitolio de la mano de su esposa, Melania. En la Casa Blanca, el apretón de manos con Barack Obama se produjo en tanto su esposa recorría la mansión bajo la guía de Michelle Obama.
Así opera la transición presidencial norteamericana, pero hay elementos inéditos en las postrimerías de una de las campañas más cruentas de la historia. Aparte de las manifestaciones contra el nuevo presidente y los temores de quienes forman parte de los grupos atacados a lo largo de la campaña, la característica imperante es la incertidumbre.
Las expectativas de conocer de quién se rodeará el mandatario en la Casa Blanca no han sido satisfechas. Los rumores están a la orden del día. El peso de la futura presidencia parece agobiar a Trump, en cuyos hombros está depositada la carga de promesas de muy diverso orden, difíciles de cumplir y, muchas de ellas, de graves consecuencias.
Esas promesas persiguen al presidente electo desde el primer momento. Un ejemplo precoz fue la felicitación de Nir Barkat, alcalde de Jerusalén, quien aprovechó para recordarle el compromiso de trasladar la embajada estadounidense a esa ciudad. En campaña, fue fácil adquirir obligaciones como esa, pero las implicaciones de dar el paso en la realidad son enormes.
Lo mismo puede decirse de la famosa idea de construir un muro en la frontera con México que, supuestamente, detendría el influjo de inmigrantes ilegales y sería financiada por México. El presidente mexicano viajará a Washington antes de la toma de posesión en enero, pero difícilmente será para ofrecer cooperación con la empresa que, por otra parte, exige el acuerdo de gran cantidad de instituciones estadounidenses, desde las ambientales hasta el Congreso.
Trump aseguró que expulsaría del país a 11 millones de inmigrantes ilegales. No dijo, sin embargo, en cuánto tiempo ni cómo. Si lo intenta, seguramente encontrará resistencia en los opositores políticos y una pléyade de grupos de activistas.
A la agenda se suman las nada fáciles tareas de anular compromisos internacionales, empezando por los correspondientes al cambio climático y el intrincado convenio nuclear con Irán. Eso para no mencionar el cúmulo de acuerdos comerciales que Trump calificó como una ola de “desastres” contra el criterio de muchos en el Partido Republicano y en la burocracia económica. Los especialistas no tardarán en advertirle los peligros de actuar con precipitación y las consecuencias de una impensable guerra comercial.
El plan de desarmar Obamacare, el seguro de salud ideado por la Casa Blanca demócrata, conllevaría altos costos políticos y financieros. Los millones de afiliados no se quedarían de brazos cruzados y podrían generar un conflicto social de serias proporciones.
Las promesas no se agotan ahí. A lo largo de su camino a la presidencia, Trump fue generoso en ofertas a la ciudadanía. Ningún presidente norteamericano de la posguerra ha llevado sus promesas políticas al nivel de Trump. Su populismo prevaleció, pero puede ser un talón de Aquiles cuando los ofrecimientos incumplidos comiencen a acumularse.