Tras el lamentable fracaso de las propuestas de ordenamiento y manejo metropolitano conocidas como Prugam y Potgam, el país no puede darse el lujo de que una nueva iniciativa de esta índole corra la misma suerte. Por eso, es imperativo que el nuevo Plan GAM logre convertirse en un instrumento aplicable y eficaz para que nuestra Gran Área Metropolitana viva, se desarrolle y crezca según los más altos estándares en materia de transporte, ambiente, recreación, integración, eficiencia, ornato e interacción humana. Esto implica que, junto al plan, deben venir las acciones.
La GAM es un territorio de 43.000 hectáreas que se extiende por 31 cantones en el centro del país. Según datos del más reciente Censo, en el 2011 vivían en ella 2,2 millones de habitantes, el 52,7% del total nacional. Es una concentración muy significativa que, probablemente, seguirá creciendo en términos absolutos y relativos durante los próximos años. Hasta ahora, sin embargo, su expansión, salvo contadas excepciones, ha sido caótica, algo que se refleja constantemente –para mal– en la vida cotidiana de la población.
Para evitar que se mantenga esta tendencia y, más aún, empeore, son indispensables la planificación, coordinación y previsión de su desarrollo; también, las decisiones acertadas para inducirlo. Por eso, se necesita un instrumento que guíe la ruta del futuro, con parámetros orientados a transformar el enjambre agobiante, disfuncional y dispendioso de la GAM actual en un hábitat con alta calidad de vida, productividad, competitividad, seguridad, bajo consumo energético y servicios a la medida de sus habitantes. El ideal urbanístico debe ser, como manifestó a La Nación el ministro de Vivienda y Asentamientos Humanos, Rosendo Pujol, convertirla en “una ciudad compacta y multifuncional”.
Objetivos como los anteriores son los que animan el Plan GAM, aprobado oficialmente por el Ejecutivo en enero de este año. No podemos emitir un criterio técnico sobre su contenido, pero todo indica que ha sido asumido con gran rigor, apertura y sentido de las lecciones aprendidas por los costosos fracasos previos. Sin embargo, de poco valdrá el mejor plan, si no logramos allanar el camino político, administrativo y presupuestario para su aplicación. Por desgracia, las barreras son enormes. Entre las muchas que existen apuntamos la descoordinación y rivalidades entre los municipios involucrados; discrepancias en los parámetros locales de ordenamiento urbano; intereses creados alrededor de un sistema de transporte desarticulado; prejuicios y barreras para la vivienda vertical; graves insuficiencias en infraestructura; problemas en el manejo de desechos, y criterios de zonificación que alejan a la gente de sus centros de trabajo.
¿Podremos derribar esos escollos sin reformas legales de gran calado y un liderazgo que apueste al largo plazo, al margen de quiénes gobiernen el país y los municipios? Difícilmente. Por eso, parte de la importancia de una iniciativa como el Plan GAM es servir como detonante no solo de la discusión, sino, sobre todo, de las medidas que deben adoptarse y ponerse en práctica.
El proceso de urbanización creciente es inevitable, en Costa Rica y el resto del mundo, sobre todo en desarrollo. Según datos de las Naciones Unidas, el porcentaje global de habitantes urbanos crecerá de un 54% en la actualidad a un 67% en el 2050. Es posible que algo similar ocurra en nuestro país, y que el grueso del aumento sea en la GAM. En nuestras manos está mejorar las condiciones actuales de la población metropolitana y hacer que, en el futuro, el crecimiento sea compatible con un ambiente más sano, condiciones de vida más adecuadas, energías más limpias, y patrones de consumo, transporte, vivienda y vecindad más humanos y sostenibles.
El Plan GAM lo vemos como un aporte en este sentido, pero es solo una guía. De poco valdrá, si no actuamos con rapidez y método. Esperamos que así sea.