En los tres años transcurridos desde la aprobación de la ley de tránsito, el Poder Ejecutivo no ha sido capaz de emitir el reglamento necesario para limitar los gases contaminantes del parque vehicular. La demora es dañina para el medioambiente, la calidad de vida y la salud, pero también es ilegal, porque la ley fijó un plazo de seis meses para establecer la normativa.
La parsimonia del Ejecutivo es injustificable, por absurda e innecesaria. La aprobación de la ley de tránsito fue un proceso de años, en el curso de los cuales el Ejecutivo produjo iniciativas risibles, como el bien aprovisionado botiquín que en algún momento pretendió exigir. Sin embargo, nadie pensó en el reglamento sobre la emisión de gases. Un mínimo de previsión habría tenido el documento listo para entrar en vigor un día después de la ley.
Ahora, el Ejecutivo tiene fijado un segundo plazo. El reglamento debe entrar en vigor en cuatro meses, como máximo, según la resolución de la Sala Constitucional ante el recurso de amparo interpuesto por la organización ambientalista Preserve Planet. El Ministerio de Ambiente promete cumplir en tres meses. Una comisión conjunta de esa entidad con los ministerios de Transportes y Salud trabaja desde el año pasado, informó el ministro Édgar Gutiérrez.
Las causas del atraso, dice el funcionario, deben ser explicadas por la administración anterior. Tiene razón, pero el gobierno actual no está exento de responsabilidad. Si el reglamento lo emite en tres meses, habrá tardado tanto como el tiempo transcurrido entre la publicación de la ley, el 26 de octubre del 2012, y el traspaso de poderes. Ciertamente, habrá tardado más de los seis meses establecidos por la ley. Para entonces, el plazo habrá transcurrido unas siete veces, cuatro de ellas en la actual administración.
Las recriminaciones entre culpables y los intentos de trasladar la responsabilidad no resuelven el problema de la contaminación ni disimulan la inoperancia del Ejecutivo en esta y muchas otras materias. Los técnicos identificaron los problemas del puente Juan Pablo II hace nueve años. Transcurrieron dos administraciones y buena parte de la actual para elevar el asunto a la cúspide de las prioridades, no por súbita convicción, sino por el avanzado deterioro de la estructura. Ninguno de los responsables puede desembarazarse de la carga.
Emitido el reglamento, no habrá garantía de su aplicación. La Policía de Tránsito se ha quejado, con razón, de la imposibilidad de ejercer la vigilancia necesaria con tan solo 763 oficiales para atender, en tres turnos, toda la red vial nacional, mientras la burocracia prolifera en otras instituciones del Estado.
La mora en materias ambientales tan importantes no se limita a la emisión de gases. La contaminación sónica está también por la libre merced a falencias similares. La ley de tránsito, con todo su largo proceso de debate y aprobación, reguló la emisión de ruido, pero omitió fijar sanciones. En consecuencia, las regulaciones son letra muerta y nadie ha movido un dedo en más de tres años. Existe un proyecto de ley para enmendar el yerro, mas la parsimonia del Poder Legislativo rivaliza con la de las demás ramas del Estado. Por su parte, el Ministerio de Salud tramita la segunda publicación de un reglamento contra la contaminación sónica, porque la primera se hizo con defectos.
En cambio, las autoridades sí tomaron previsiones para la compra de los equipos requeridos. Están desaprovechados por falta de leyes y reglamentos. Hay, por ejemplo, 82 sonómetros valorados en ¢1 millón cada uno. Serían muy útiles si se les pusiera en servicio antes de la obsolescencia. Para eso hacen falta leyes y personal.