El presidente Donald Trump pronunció, el martes, su primer discurso sustantivo desde la toma de posesión, ante una sesión conjunta del Congreso estadounidense. El mensaje, a diferencia de sus acostumbrados exabruptos y arengas, fue formalmente mesurado, como corresponde al cargo que ocupa. Adoptó un abordaje esencialmente optimista y aclaró ciertos conceptos y actitudes que han generado gran incertidumbre. Además, añadió llamados para la acción bipartidista en temas como una reforma migratoria y la eventual sustitución del plan de seguros de salud introducidos durante la pasada administración (conocido como Obamacare), lo que dista de su tradicional actitud confrontativa.
Todo lo anterior es bienvenido. Sin embargo, más allá de los ajustes en estilo, actitudes y algunas propuestas, Trump insistió en los peores rasgos de su simplista, prejuiciada y maniquea visión de su país y el mundo, e hizo gala de una alarmante falta de concreción sobre sus principales propuestas. Por tal motivo, tenemos razones de sobra para mantener nuestra inquietud sobre el tipo de políticas que tratará de impulsar durante su gobierno.
Desde una dimensión internacional, lo más tranquilizador fue su apoyo explícito a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pieza central del sistema de alianzas impulsadas por Estados Unidos; su llamado a un involucramiento “robusto y significativo” con el mundo; la idea de que su país “está mejor cuando hay menos conflicto, no más”; y una aceptación de que las soluciones a largo plazo para evitar una serie de desastres humanitarios es crear las condiciones para resolver las causas que los generan. Sin embargo, enfatizó que el liderazgo estadounidense estará basado en “intereses vitales de seguridad”. Tal afirmación, sumada a una ausencia total de referencias a valores como la libertad o los derechos humanos, y a un énfasis en el “derecho” de cada nación (léase gobierno) a definir “su propio rumbo”, independientemente de lo que esto implique para su población, sugiere un cambio radical en la política exterior de Estados Unidos: renunciar a ser una potencia comprometida universalmente con la democracia y los derechos humanos, y centrarse en consideraciones mucho más oportunistas de poder y seguridad. Este presagio es, por decir lo menos, sumamente inquietante.
Como parte del tono más mesurado, el presidente no lanzó amenazas directas en materia comercial, pero insistió en una visión totalmente incorrecta y peligrosa del comercio internacional, según la cual lo que un país gana en el intercambio con otro, este (en su caso Estados Unidos) lo pierde de alguna forma. “Hemos exportado nuestros puestos de trabajo y nuestra riqueza a países foráneos”, manifestó al comienzo de su mensaje, desconociendo que, precisamente debido al comercio internacional, su país ha ganado millones de nuevos empleos, ha mejorado su competitividad y –nada despreciable para quienes no somos estadounidenses– ha contribuido a la generación de mayor desarrollo fuera de sus fronteras. Se trata de una ecuación “ganar-ganar”, no de suma cero, como insiste Trump.
Aunque se manifestó abierto a una reforma migratoria, su concepción al respecto está plagada de alarmantes inexactitudes y prejuicios. Su retórica, en esencia, equipara a los migrantes con los delincuentes y, de este modo, exacerba el clima de rechazo y exclusión que se ha enraizado en ciertos sectores de la población estadounidense. El colmo de esta visión distorsionada e, incluso, peligrosa, fue que, tras decir que “debemos brindar apoyo a las víctimas del crimen”, y sin ningún matiz o aclaración, anunció la creación de una oficina llamada, en traducción libre, “Victimas del Crimen Generado por la Migración”. La implicación resulta alarmante.
Trump anunció una inversión en infraestructura, con fondos públicos y privados, de un millón de millones de dólares, un incremento descomunal en los gastos militares y otras promesas que requerirán grandes apreciaciones presupuestarias. A la vez, anunció la reducción de impuestos a las empresas y a la “clase media” y criticó al gobierno de Obama por el nivel de endeudamiento del país. La gran pregunta es de dónde sacará los fondos para pagar tan enorme crecimiento del gasto. Fiel a su falta de detalles, el presidente ni siquiera sugirió una respuesta.
En síntesis, todo indica que la presunta moderación revelada por el discurso es mucho más retórica que sustantiva. La visión de la realidad del presidente no pareciera haber cambiado; su táctica para manifestarla, sí. En última instancia, serán los hechos los que marcarán el camino, pero por el momento la ruta sigue plagada de nubarrones negros.