Costa Rica se mantiene dentro del grupo de naciones de desarrollo humano alto, aunque por debajo del nivel superior, y ocupa la posición 62 en el índice mundial que cada año prepara el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Esta es una buena noticia, pero debe interpretarse a la luz de los impostergables desafíos que encaramos como sociedad.
El índice de desarrollo humano (IDH) permite medir el disfrute de una existencia larga y saludable, el acceso a la educación y a un nivel de vida digno.
De acuerdo con este parámetro, el país avanzó de 0,621, en 1980, a 0,773, en 2012, y aún se destaca como una de las naciones subdesarrolladas emergentes. Sin embargo, desde la década anterior experimenta un paulatino y consistente descenso en los indicadores de igualdad, lo que limita la movilidad social y pone en riesgo su modelo de desarrollo y su posición privilegiada en Latinoamérica.
El reciente informe del PNUD incluye el IDH ajustado por la desigualdad y en esta variable Costa Rica presenta una pérdida global del 21,5 %, que asciende a casi un 40% en lo que se refiere a la distribución del ingreso. Lo que esto quiere decir, en términos sencillos, es que la brecha entre el sector más pobre de la población y el más rico tiende a ensancharse.
En los últimos 30 años, el país ha vivido un proceso de crecimiento económico, estimulado por la apertura comercial, el turismo y la banca, que no ha beneficiado a todos por igual. Esta tendencia ya ha sido estudiada por el Estado de la Nación en Desarrollo Humano Sostenible, que en su última edición advierte de que “la distribución de los ingresos entre los hogares presenta una clara concentración en los grupos de altos ingresos.
La relación entre el primer quintil (el 20% más pobre) y el quinto (el 20% más rico) aumentó de 16,7 veces en 2010 a 18,2 veces en 2011”.
Tanto el PNUD como expertos internacionales han constatado la correlación negativa entre el acceso desigual a los bienes, el crédito y los servicios de salud y educación y el malestar ciudadano y los índices de inseguridad, lo que, tarde o temprano, resquebraja el contrato democrático de la sociedad.
El Informe de desarrollo humano 2013 hace hincapié en que “quienes no disponen de recursos quedan excluidos de los sectores más dinámicos del mercado.
Por contraste, los excluidos participan solamente como productores primarios y asalariados, en los extremos más bajos de las cadenas de producción y comercialización, lo que los deja con pocas posibilidades de aprovechar las oportunidades de la economía de mercado añadiendo valor a su trabajo”.
Esto explica, al menos en parte, lo que el Estado de la Nación ha llamado los sectores “perdedores” y “ganadores” de la liberalización económica, lo cual incide en el estancamiento en el nivel de pobreza, que se ha mantenido alrededor del 20% en los últimos 18 años, con excepción del 2007, en que descendió a 16, 7%.
Costa Rica es un modelo exitoso de desarrollo, y aun en un entorno adverso, como fue el de la crisis económica global, fue capaz de mantener la inversión social, mejorar la educación secundaria y reducir las tasas de deserción, como lo reconoce su lugar en el IDH.
No obstante, para combatir la desigualdad no basta el crecimiento económico por sí solo ni son suficientes las políticas públicas encaminadas a reducir la pobreza.
Las respuestas ante este dilema no son fáciles, pero sí urgentes. Se requiere un cambio de perspectiva que involucre un esfuerzo integrado por consolidar el papel de la educación pública –de calidad– como movilizador social, así como una formación profesional y técnica acorde con el mercado laboral, que incida en la generación de empleos formales y en el fortalecimiento de la pequeña y mediana empresa.
Otros países latinoamericanos, como Brasil, han logrado reducir sus niveles de desigualdad de forma positiva.
¿Por qué no sabría hacerlo Costa Rica?