Revelaciones de corrupción que escalan de manera casi exponencial, en uno de múltiples vericuetos que, hasta ahora, parece haber costado a los contribuyentes más de $2.000 millones, y sigue sumando en monto y personalidades involucradas.
Desplome de la economía, con un producto interno bruto que decreció en un 3,8% el pasado año, impulsado por la baja en la demanda y precios de sus exportaciones, enormes problemas estructurales y decisiones gubernamentales irresponsables. A esta caída se une un marcado incremento en la inflación y en el desempleo, ambivalencias sobre cómo responder a los desafíos y, por ende, perspectivas poco halagüeñas para el 2016.
Como resultado de lo anterior, se ha producido un generalizado desconcierto, recriminaciones e inestabilidad en los partidos, el Legislativo y el Ejecutivo, mientras las acusaciones –y también condenas– envuelven de manera creciente a figuras supremas de los negocios y la política.
Este es, de manera muy sintética, el cuadro que hoy vive Brasil, el más populoso y poderoso país latinoamericano. Se trata de la peor crisis desde la reinstauración de su democracia; por esto, no solo debe inquietar severamente a sus propios ciudadanos y a los vecinos inmediatos, sino a todos los países del hemisferio. La suerte de los brasileños nos incumbe a todos.
Durante días recientes, algunos hechos han revelado dramáticamente la hondura de la crisis y sus repercusiones. El viernes de la pasada semana, el dos veces presidente Luiz Inácio Lula da Silva fue escoltado a una comisaría de São Paulo para que declarara sobre lo que los fiscales que investigan el gran esquema de corrupción de Petrobras –gigante petrolero controlado por el Estado— definieron como “posibles delitos de corrupción y lavado de dinero”. Además, se produjeron allanamientos en su casa y en el Instituto Lula, centro dedicado a mantener la vigencia de su figura dentro y fuera de Brasil. Se sospecha que, mediante esquemas financieros de diversa índole, que involucran propiedades personales y el Instituto, un alto empresario y las compañías constructoras Odebrecht y OAS podrían haber canalizado a favor del político el equivalente a $7,5 millones, a cambio de recibir contratos sobrevalorados de Petrobras. El miércoles recién pasado, la Fiscalía de São Paulo lo acusó formalmente de ocultación de patrimonio y lavado de dinero.
Un día antes de los allanamientos, se filtraron declaraciones atribuidas a Delcídio do Amaral, poderoso senador del oficialista Partido de los Trabajadores (PT), en las que acusó tanto a Lula como a la presidenta Dilma Rousseff de interferir en la investigación judicial. Aunque el escándalo ha salpicado a miembros de casi todos los partidos, los principales implicados pertenecen al PT. Ya han sido condenados su extesorero João Vaccari y el exministro y mano derecha de Lula, José Dirceu. El martes, Marcelo Oderbecht, principal ejecutivo de la compañía del mismo nombre, fue sentenciado a 19 años de cárcel, la mayor condena contra un empresario de tan alto nivel que registra la historia brasileña.
Como trasfondo, y a la vez consecuencia de estos escándalos y de la manipulación del presupuesto para ocultar la realidad fiscal del país antes de las elecciones que condujeron a su segundo período, la presidenta Rousseff enfrenta un proceso legislativo que podría derivar en un juicio político y, eventualmente, su destitución.
La parte positiva de todo lo anterior es que las instituciones judiciales del país han demostrado un admirable grado de competencia, independencia y vigor. Esto, a su vez, es reflejo del vigor democrático del país, pero nada garantiza que tal estabilidad y salud se mantengan, lo cual preocupa tanto en sus dimensiones políticas como económicas y sociales.
Por el momento, el ímpetu de estos procesos coincidentes seguirá su curso. Sobre todo, la justicia no debe detenerse. Sin embargo, los dirigentes del gobierno y los partidos deben hacer un esfuerzo supremo por evitar la manipulación de esos procesos y, más bien, buscar vías para proteger la integridad de las instituciones democráticas, trabajar en pro de una reorientación de la economía y las finanzas, y evitar confrontaciones innecesarias.
Los responsables deberán pagar sus culpas y, si es del caso, recibir la sanción de los votantes. A la vez, hay que hacer lo posible para que, en medio de este doloroso, pero también ejemplarizante episodio histórico, la democracia y la economía de Brasil mantengan su vigencia y, ojalá, puedan salir fortalecidas.