Veintitrés abogados del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Telecomunicaciones (Micitt) redactaron las sanciones contenidas en la ley con que se pretendía amordazar a la radio y a la televisión, aunque “ninguno” de ellos las consideraba apropiadas. El viceministro Allan Ruiz lo afirmó categóricamente, luego de atribuirse la conducción del equipo.
La declaración, por absurda, no parece posible. Veintitrés profesionales en Derecho, con el buen sentido de oponerse al grave atentado contra la libertad de expresión contenido en el proyecto, jamás habrían insistido, espontáneamente, en proponer semejante barbaridad “para su discusión”.
Todo abogado sabe –y los 23 del Micitt no pueden ser la excepción— que los textos incorporados en la propuesta riñen con la Constitución y los valores más caros de nuestra nacionalidad. Si redactaron la ley mordaza contra sus convicciones y correcto entendimiento del derecho, su conducta solo tiene una explicación: alguien les ordenó hacerlo. El viceministro no dice quién, y coincide con la ministra, Gisela Kopper, en atribuir el desaguisado a Fuenteovejuna.
“El responsable es un equipo, no puedo dar un único nombre sobre quién elaboró el proyecto”, afirmó la ministra. Podría, en cambio, dar el nombre de quien ordenó a los abogados incluir los polémicos artículos en la ley. Por lo menos, debería precisar de dónde salió el desaguisado. Si se resiste, deberá insistir en responsabilizarlos a todos, con la absurda salvedad de señalar su desacuerdo con el texto resultante.
Luego de la avalancha de críticas desatada por la propuesta del Micitt, el Gobierno emitió un comunicado para expresar su desacuerdo con las lesiones a la libertad de expresión. El comunicado cita a la ministra Kopper, también en desacuerdo, aunque el día anterior había defendido el texto como necesario para asegurar la “ética en la transmisión de cualquier noticia”.
El Gobierno insiste en calificar el proyecto como un simple borrador y llega al extremo de decir que las cortapisas a la libertad de expresión fueron incluidas para “censar la opinión de los sectores”, pero siempre con la intención de excluirlas. El sinsentido apenas merece comentario, pero vale la pena señalar que el diputado Javier Cambronero, subjefe de la fracción oficialista, repartió el proyecto en el Congreso y declaró, sin ambigüedades, que se trataba de la propuesta de Gobierno. Hoy, el legislador, al igual que la administración, manifiesta su desacuerdo con el texto.
El presidente, Luis Guillermo Solís, ha hecho varias referencias a la elaboración del proyecto, pero niega tener conocimiento del texto específico. El viceministro Ruiz confirmó lo dicho por el mandatario pero, cuando se le preguntó si la Casa Presidencial quedó excluida de la discusión, respondió: “Imagino que ellos sí lo tienen, sí, pero el documento formal lo van a recibir en julio”.
El conductor del equipo encargado de redactar el proyecto solo alcanza a imaginar que la Casa Presidencial lo conoce y, si la imaginación no lo traiciona, la máxima expresión del Poder Ejecutivo no se molesta en señalar lo que ahora, después de las críticas, considera lesivo para la libertad de expresión. Se cruza de brazos, en espera del “documento formal”, prometido para julio, y ni siquiera advierte al Micitt la posibilidad del desastre político previsible.
El propio viceministro dice que el documento recoge tendencias internacionales para someterlas a examen, porque solo tiene el propósito de “censar la opinión de los sectores”, es decir, saber si los costarricenses apreciamos la libertad de expresión. Pero las tendencias más respetadas en el mundo favorecen principios directamente enfrentados con los del proyecto del Micitt. Los redactores escogieron las peores tendencias, en boga entre algunos gobiernos de Sudamérica, pero no dicen si de allí surgió su inspiración. ¿De dónde, entonces?
Según el viceministro, se trata, también, de disposiciones extraídas de la Ley de Radio de 1954, precisamente la que el Gobierno pretende reformar por considerarla obsoleta, como en realidad lo es. ¿Para qué copiar las peores disposiciones de esa norma? “Para que los sectores nos digan saquémoslo”, dice el viceministro.
La respuesta sería un absurdo más, si la obsoleta ley de 1954 realmente contuviera las polémicas disposiciones incorporadas al proyecto del Micitt. Pero eso no es verdad.
En efecto, lo que queda de la ley de 1954 –casi toda derogada– incluye violaciones a la libertad de expresión, inaplicables a la luz de la legislación, la jurisprudencia y la doctrina moderna, sea por indeterminación de las conductas tipificadas, por inexistencia de las penas (como la de arresto), por la falta de parámetros para fijarlas (en el caso de la multa) o por su incompatibilidad con los tratados internacionales de protección de los derechos humanos.
Pero lo más significativo es constatar que ni siquiera al legislador de esa época se le ocurrió poner el régimen de sanciones en manos del Poder Ejecutivo. Tampoco contempló la cancelación definitiva de las concesiones ni estableció el abusivo régimen de medidas cautelares e incautaciones contemplado en el proyecto del Micitt. Las sanciones, dicho sea de paso, eran significativamente menores.
Y pensar que tantas inexactitudes, medias verdades y confusiones vienen de quienes pretendieron convertirse en sumarios jueces de la “verdad” aunque, desde luego, no estén de acuerdo con eso.