Costa Rica experimenta, a escala, el fenómeno común a países sudamericanos donde el narcotráfico aprovecha las circunstancias de poblaciones indígenas establecidas en áreas económicamente deprimidas para promover el cultivo de drogas.
En nuestro país, los sembradíos son de marihuana y se reducen a la zona de Talamanca y algunas áreas protegidas del sur. En Colombia y Perú, para poner dos ejemplos, los pobladores de áreas remotas cultivan cocaína, mucho más rentable y peligrosa, en vastas regiones montañosas.
En Sudamérica, los grandes carteles internacionales y grupos armados participan del negocio con la mira puesta en países consumidores de Europa y Norteamérica. En Costa Rica, se trata de la delincuencia local, dedicada al cultivo necesario para satisfacer, sobre todo, la demanda del mercado interno.
Hasta ahí las diferencias, porque el principio es el mismo. Los traficantes aprovechan la miseria y dificultades de acceso a las regiones donde habitan los indígenas para inducirlos a entrar en el negocio. Mario Zamora, ministro de Seguridad Pública, explicó que la introducción del cultivo ilegal comienza por un convenio de trueque donde el fin último para los pobladores es conseguir alimento.
Los traficantes entregan semillas de marihuana a los indígenas con la promesa de canjear la cosecha por productos de primera necesidad. Se lucran con el hambre de una población que el país no ha conseguido incorporar a los beneficios del desarrollo y minimizan el riesgo de ser atrapados, porque el cultivo queda a cargo del sembrador local. Arriesgan, cuando mucho, la semilla.
El fenómeno tiene años de establecido en Talamanca, pero en las últimas semanas la Policía destruyó 108.400 matas en Osa de Puntarenas y en las cercanías de la frontera con Panamá. Entre los vecinos más emprendedores ya surgen cultivos independientes. Esa circunstancia da pie para las dudas expresadas por Mauricio Boraschi, comisionado antidrogas, sobre el peso de la intimidación en el desarrollo de la siembra ilegal.
“Se habla de sometimiento” de los pobladores, dice el funcionario, “pero también podría ser una forma de evadir responsabilidad”. En algunos casos, y sin duda en el de las plantaciones independientes, las amenazas y el aprovechamiento de las necesidades básicas podrían ser excusa de los pobladores locales metidos al narcotráfico. Pero la amenaza y el chantaje existen.
El incendio de aulas y la violencia dirigida a ahuyentar maestros son hechos incontrovertibles, denunciados por los educadores y comprobados por las cenizas. “Los obligan a trabajar en el narcotráfico. El problema es que el Estado perdió la soberanía y hay que recuperarla”, declaró a La Nación Guillermo Rodríguez, asesor en la Dirección Educativa de Surá. Los maestros de la zona, como Emmías Zúñiga, respaldan esas aseveraciones.
El sistema educativo, uno de los brazos del Estado que con grandes limitaciones alcanza las remotas regiones explotadas por el narcotráfico, representa un estorbo para los delincuentes. Es más difícil intimidar a un maestro, y la educación se contrapone a los fines del hampa.
Sin exageración ni alarmismo, es pertinente plantear el problema como tema de seguridad nacional y reto a la soberanía del Estado. La lejanía de las zonas afectadas y su escasa población no justifican abdicar del ejercicio de la autoridad legalmente constituida ni permitir su sustitución por la de la delincuencia organizada.
Como en otras latitudes, el problema no puede ser resuelto con el incremento de la presencia policial.
El trueque de droga por alimentos denuncia, en verdad, las necesidades insatisfechas de los pobladores y llama a extender los programas sociales hasta sus lugares de residencia, de la mano de la intervención policial.