La República de Malí es uno de los países más pobres del mundo. La excolonia francesa es una nación del África Occidental, dotada de legendarias bellezas naturales que nutren el turismo, sobre todo europeo. Su economía es endeble, basada sobre todo en exportaciones de oro y algodón, pero otros minerales –incluso uranio– podrían convertirse en estrellas del caudal exportador, si el país poseyera los recursos para desarrollar la infraestructura básica. Sin embargo, su principal carta para el desarrollo social y económico ha sido su población, mayormente africana, rural y dedicada a la agricultura y la ganadería. Cifras del 2010 estiman el ingreso per cápita en $1.200.
La historia reciente de Malí evidencia que la democracia ha sido más un desiderátum desde la independencia de Francia en 1960 que una experiencia larga y asimilada al calor de un tránsito de alianzas africanas y europeas. En 1992 Mali tuvo su primera elección democrática y Alpha Konaré resultó vencedor. Su éxito fue marcado por su reelección en 1997, seguido en el 2002 por Amadou Touré, una figura popular y admirada, reelegida en el 2007.
Esta enumeración de los mandatarios por decisión popular terminó a raíz del golpe militar que depuso a Touré en el 2012. El derrocamiento fue gestado y protagonizado por militares alzados, veteranos de las fuerzas de Gadafi en Libia que procedieron a establecer un régimen independiente en la desértica zona al norte de Malí.
Para estas alturas de la historia, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Ecowas) impuso sanciones que paralizaron el comercio y las finanzas de Malí. Un complejo tránsito de golpes y renuncias permitió establecer un gobierno transitorio para cumplir con el compromiso electoral. Tras otro golpe armado y frenado por la oportuna intervención militar de Francia, se fijó el domingo pasado para los sufragios que elegirían al presidente y los representantes parlamentarios. Así se procedió y los observadores internacionales dictaminaron que el proceso fue legal, pacífico y transparente. Ninguno de los candidatos obtuvo el porcentaje mínimo de 50% de los votos, pero dos finalistas irán a otra ronda electoral el próximo 11 de agosto.
Este resumen nos permite apreciar las pequeñas y grandes batallas políticas, legales y hasta armadas que naciones deben librar para asegurar que prevalecerá la voluntad popular. Sin duda, el capítulo en Mali fue altamente positivo y ejemplar para países que aspiran a vivir la democracia.
No podríamos decir lo mismo de otro país en la región, miembro de la organización sudafricana para el comercio y el desarrollo: Zimbabue. Su presidente, Robert Mugabe, ha gobernado durante 33 años ininterrumpidos. El proceso electoral realizado el miércoles pasado ha recibido las bendiciones de foros africanos e internacionales. Todos asintieron en que los sufragios fueron tranquilos y legales. Pero, lamentablemente, no fue así.
El anuncio que se ha dado se circunscribió a los comicios legislativos, pero no a los presidenciales. En cualquier caso, hubo irregularidades en los mismos puestos, desde la desaparición de urnas hasta la intervención policial para impedir que ciudadanos votaran. Pero al abrigo de una multitud de observadores amigos, nada fuera de lo común ocurrió.
En esta ocasión, el partido de Mugabe obtuvo una mayoría legislativa sin precedentes. No dudamos de que igual suerte corrieron los votos presidenciales. El octogenario (89 años) presidente tendrá su festejo por un triunfo adicional. Resulta inimaginable que un candidato con los antecedentes cruentos de Mugabe, instigador de miles de atrocidades y expropiaciones de hecho a ciudadanos negros y blancos, que luego él mismo declaró legales, pueda recibir homenajes nacionales y foráneos.
No es dable aceptar tal contrasentido. En Malí, tenemos un ejemplo positivo para ilustrar a las juventudes; en Zimbabue, una grotesca burla a la decencia.