Editorial: Lo que sigue en Panamá

Llegar a la presidencia con poco más de un tercio de respaldo es producto del sistema electoral panameño, que otorga la victoria al candidato más votado en una única vuelta, aunque, como en este caso, apenas supere un tercio de apoyo. Esto dista mucho de lo ideal, pero así lo dispone la Constitución. Por ende, no corresponde cuestionar la victoria, sino impulsar una reforma que adapte las normas a la nueva realidad político-partidista.

Lo que sí genera serias inquietudes sobre el estado de la política panameña y el futuro del país es que Martinelli actuara como la principal influencia de la campaña, pese a tantos elementos en su contra. Entre ellos están los múltiples casos de corrupción durante su gobierno (2009-2014), su reciente condena por lavado de dinero y su asilo en la Embajada de Nicaragua para evadir la justicia.

Tras quedar en firme su condena, el Tribunal Electoral descalificó la candidatura presidencial de Martinelli a principios de marzo. La asumió entonces Mulino, su compañero de fórmula, quien, lejos de distanciarse de su sombra, la asumió como propia, a sabiendas de que Martinelli aún goza de gran popularidad entre considerables sectores de ciudadanos. Durante la campaña, el expresidente arengó a sus partidarios, mediante intervenciones virtuales desde el refugio prestado por el dictador Daniel Ortega, y fue recurrente la instrumentalización del crecimiento económico durante su mandato para crear el espejismo de una presunta bonanza en el próximo quinquenio, con más y mejores empleos.

La tarea, en cambio, será mucho más difícil, tanto por factores coyunturales como estructurales.

Este año se prevé que el crecimiento económico apenas supere el 2,5 %, debido, principalmente, al menor tráfico por el Canal, ocasionado por las bajas en el caudal y al cese de operaciones, tras multitudinarias protestas, de una enorme mina de cobre que aportaba alrededor del 5 % del producto interno bruto. A esto se añade el creciente endeudamiento público emprendido por el actual gobierno, el déficit profundo del sistema de pensiones, la inseguridad, la corrupción y los constantes flujos migratorios desde el sur. Son retos que no se pueden abordar con propuestas simplistas o arrestos represivos, como el hipotético cierre del tapón del Darién, principal ruta de migrantes, que Mulino anunció en campaña.

Lo que se necesita, como arranque, es un gobierno que no solo tenga legitimidad electoral, sino también por su conducta y desempeño. En este sentido, la actitud ante Martinelli será una prueba de fuego: su presencia en la Embajada de Nicaragua es incómoda, pero peor sería otorgarle salvoconducto o, todavía más, indultarlo. Más allá de este elemento crucial, aunque también puntual, está el desafío de la gobernabilidad.

Las negociaciones serán imperativas. Realizando Metas, partido de gobierno cuya sigla son las iniciales de Ricardo Martinelli, apenas tendrá 13 de los 71 diputados, más 2 de Alianza, que lo apoyó. El resto estará disperso entre otras fuerzas, como el PRD (12), el Panameñista (8), Cambio Democrático (8) y 21 de libre postulación. La ventaja es que su orientación general de centroderecha no creará barreras infranqueables. Sin embargo, los proyectos específicos, las aspiraciones personales y, sobre todo, el desafío de la corrupción, sí generarán grandes diferencias y eventuales conflictos.

El domingo, en su discurso de la victoria, Mulino prometió un gobierno de unidad nacional. Habrá que ver cómo lo concibe. Si se redujera simplemente a nombramientos de miembros de otros partidos, serviría de poco; si parte de acuerdos programáticos serios y ajenos a interferencias indebidas, el futuro podría ser mejor. Esto es lo que merecen nuestros vecinos panameños.