Acosadas por realidades financieras cada vez más apremiantes, autoridades de la educación superior etiquetan como “enemigos de las universidades” a quienes criticamos los excesos usufructuados por ellas mismas y por otros funcionarios. La acusación es ridícula, como también lo son otros argumentos esgrimidos para justificar el statu quo.
Las universidades son indispensables para el desarrollo nacional y las públicas son, en general, las mejores del país, con la salvedad del buen nivel alcanzado por algunas disciplinas en varios centros de estudios privados. Poner en peligro la educación superior estatal es irresponsable. No debemos permitirlo.
Precisamente por eso, se impone hacer una profunda revisión de los privilegios insostenibles que poco a poco empiezan a ser reconocidos por los propios universitarios y, cuando no queda otro remedio, por algunas autoridades académicas. La aceptación de los excesos siempre es tardía y a regañadientes, pero la realidad comienza a imponerse.
La Universidad Nacional está en peligro, no porque lo digan sus supuestos enemigos, sino porque lo admiten sus administradores. En ocho años, las transferencias del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) apenas le alcanzarán para pagar salarios y beneficios, no porque el Estado reduzca los giros, sino porque no hay forma de mantener el paso de los crecientes beneficios. Amplios sectores del estudiantado despiertan a esa realidad, no por ingratitud, sino por razonamiento crítico.
La Universidad Estatal a Distancia no está mucho mejor y aun la Universidad de Costa Rica, principal beneficiaria del FEES, se ha desgastado en luchas internas por el monto de las anualidades, siempre generosas en comparación con las compensaciones del mercado, una palabra, esta última, denunciada como sacrílega por quienes conciben a las universidades como islas ajenas a la difícil situación económica del país.
El Instituto Tecnológico, la “universidad necesaria”, si alguna vez fue pertinente el lema, rechaza a miles de estudiantes con vocación por las carreras técnicas y científicas debido a que el FEES fue repartido cuando la UCR estaba en condiciones de servirse con la cuchara más grande. Este último centro de estudios también imparte carreras técnicas y científicas, aparte de las médicas, pero su oferta es más generosa en otras ramas del saber.
Las carreras de excelencia académica ofrecidas por el Tecnológico son necesarias para estar a la altura de la cuarta revolución industrial, como se le ha venido llamando a la nueva economía, pero cuestionar si la adjudicación de recursos para la educación superior es racional pone a quien lo haga en riesgo de pasar por enemigo de las letras, además de némesis de las universidades.
La solución, al parecer, es echar mano a una mítica fuente de inagotables recursos públicos para mantener los beneficios sin arriesgar la sostenibilidad de las instituciones y, al mismo tiempo, aumentar la oferta. No importa si los fondos se drenan de los primeros ciclos de la educación pública, como el preescolar, donde la inversión del Estado costarricense es inversamente proporcional a la trascendencia que los expertos adjudican a la formación inicial de los niños.
Los cambios demográficos comienzan a reducir la cantidad de alumnos y surge la tentación de ajustar la inversión educativa a esa realidad. Sería un error. La oportunidad no es para reducir el gasto, sino para elevar la calidad. El país no debe invertir menos en educación, sino sacarle mayor provecho a lo invertido. Eso demanda eliminar los beneficios irracionales.
Los enemigos de las universidades públicas están dentro. Son los grupos indiferentes a la situación de las finanzas institucionales y estatales, cuyos excesos ponen en peligro el funcionamiento de los centros de educación superior, con la absurda pretensión de que la sociedad siempre se verá obligada a dar más, no importa cuántas otras necesidades queden insatisfechas.