El ministro Carlos Roverssi anunció la decisión de eliminar las cláusulas de confidencialidad incorporadas a los contratos de servicios de comunicación e imagen firmados por la Casa Presidencial. La medida es inobjetable, consistente con la transparencia y ajustada a las mejores prácticas de la administración pública. Sorprende, más bien, que las cláusulas hayan existido. Los proveedores pueden llegar a conocer datos sobre los cuales es legítimo exigirles discreción, pero las contrataciones en sí mismas deben ser públicas.
Los contratos, firmados para divulgar los logros del gobierno, se financian con ¢470 millones donados por el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE). Quizá por eso la Presidencia se sintió autorizada para sustraer los convenios del conocimiento público.
Los fondos donados por el BCIE, como lo constató la Contraloría General de la República, se ejecutaron, en el pasado, en el marco de una gran informalidad. Luego de los debates suscitados por la inversión de esos dineros durante la administración anterior, quedó clara la existencia de grietas y zonas grises en la ley y los procedimientos. A la fecha no han sido remediadas y el empleo de las donaciones del BCIE encierra un enorme potencial polémico. El Ministro hace bien en abrir el gasto al escrutinio público. Con eso limita la discusión al buen juicio ejercido a la hora de hacer las inversiones, pero aleja otras sospechas o especulaciones.
Roverssi también se adelanta al debate sobre la pertinencia de los gastos. Unos ¢100 millones destinados a atraer espectadores a actividades masivas con el uso de la pirotecnia siempre se gastarán en pólvora, pero cuando el propósito sea animar actos “sobrios”, como la visita de dignatarios extranjeros. La inversión puede ser cuestionada, pero la intención queda clara.
El Ministro también anunció, junto con la eliminación de las cláusulas, la racionalización del gasto. No habrá consultores extranjeros para mejorar la imagen de la Presidenta y el convenio suscrito para la redacción de discursos será renegociado.
“La luz del sol es el mejor desinfectante”, decían los promotores de las leyes de transparencia administrativa en los Estados Unidos. Aun los gastos discutibles, hechos con fondos que han suscitado polémica, son más potables si no hay nada oculto. El debate, totalmente legítimo, se centra en la racionalidad del gasto, no en sospechas alentadas por el secreto.
Sin embargo, que las cláusulas hayan existido no deja de ser motivo de preocupación. Primero, porque no sabemos si han sido aplicadas en otros ámbitos y, después, porque dan fe de la prevalencia de una actitud nociva para la democracia: muchos funcionarios se creen propietarios de la información relacionada con los asuntos públicos.
La validez de las cláusulas es cuestionable. El país vive un régimen de libre acceso a la información pública, derecho consagrado en la Constitución Política y en los tratados internacionales suscritos y ratificados por Costa Rica, en particular la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
En un criterio muy discutible, la Contraloría General de la República llegó a la conclusión de que los fondos donados por el BCIE son privados. Eso no implica que las actividades en que se invierten también lo sean. No hubo oportunidad de probar la aplicabilidad de las garantías constitucionales al caso durante la polémica suscitada en la anterior administración. Bajo presión de la opinión pública, los gobernantes revelaron los principales detalles de los contratos.
Este y cualquier otro gobierno debe tener clara la vulnerabilidad de las cláusulas de confidencialidad y el efecto nocivo de ser obligado a revelar una información que nunca debió permanecer oculta o, en su defecto, verse expuesto a las exigencias de transparencia de la opinión pública.
El ministro Roverssi parece haberlo comprendido y se adelantó, en muy buena hora, a los acontecimientos.