En setiembre y octubre del 2012, La Nación publicó editoriales de elogio para las medidas adoptadas por la Caja Costarricense de Seguro Social en pos de mejorar su situación financiera. En especial, resaltamos la decisión de la junta directiva de frenar el despilfarro en materia de cesantía.
Durante la presidencia de Eduardo Doryan, la Caja añadió 10.956 empleados a la planilla y aumentó el gasto en salarios un 88%, todo entre el 2005 y el 2010. Para engrosar el legado, se elevó el tope de la cesantía a 15 años y se inició la discusión de un plan de aumento paulatino hasta llegar a 20 años en julio del 2016. La propuesta fue aprobada durante la administración siguiente.
Bajo el peso de la fuerte crisis financiera incubada en el quinquenio anterior, la junta directiva del 2010-2014 se preocupó por el efecto del nuevo beneficio y planteó bajar el tope a 12 años. Las autoridades de la institución presumieron públicamente de la medida de austeridad, digna de todo elogio. Cuarenta y dos días más tarde, en completo sigilo, la misma directiva dio marcha atrás. No hubo anuncios ni jactancias. Tampoco correcciones cuando este diario reiteró los elogios meses después de descartada la medida de ahorro.
Ahora resulta que en el acta donde se planteó modificar el cálculo de la cesantía y limitar el tope no hubo un acuerdo firme y, pasados los 42 días, cuando se volvió a tocar el tema, solo se adoptó la primera de las dos medidas. Nadie presumió de las decisiones definitivas adoptadas en el acta del 12 de junio del 2012.
La impresión de que la cesantía iría en disminución hasta llegar de nuevo a los 12 años prevaleció hasta hace poco, cuando este diario publicó que a partir de julio del 2016 los trabajadores de la institución gozarán de los 20 años de tope concedidos por el plan lanzado en la dispendiosa administración Doryan. Su sucesora en la presidencia ejecutiva, Ileana Balmaceda, dice no recordar con detalle lo sucedido.
“Mi posición siempre fue bajar la cesantía a 12 años, pero la junta es un órgano colegiado”, declaró. Acto seguido, explicó: “La junta decidió modificar el sistema de cálculo y luego retomar el tema del tope. Quedé ahí y no me acuerdo más”. La poca memoria de la funcionaria contrasta con las graves consecuencias del beneficio para las finanzas institucionales.
Entre el 2009 y el año pasado, el pago de cesantía se duplicó en la Caja, de ¢10.500 millones a ¢20.300 millones. Los 1.093 trabajadores con derecho a cesantía recibieron, en el 2009, ¢9,6 millones cada uno, en promedio. En el 2013, la Caja pagó beneficios de cesantía a 902 personas, cada una de las cuales recibió, en promedio, ¢22 millones. El total y el promedio aumentarán considerablemente el año entrante, cuando la herencia de las dos administraciones anteriores alcance la cúspide.
El problema es tan grave que la nueva junta directiva, en la cual están miembros de la anterior, retomará la discusión y hay acuerdo entre delegados patronales y laborales sobre la necesidad de revisar el peso de los 20 años de tope en las finanzas de la institución.
El caso dice mucho de la forma en que se ha venido manejando la Caja, su déficit de transparencia y la inoperancia del sistema de representación de sectores en la junta directiva. Poco sirve esa representación para que se conozcan oportunamente los entretelones de informaciones trascendentales, enterradas en el texto de algún acta sobre la cual nadie se toma la molestia de llamar la atención.
Tal es el desconcierto que Rolando Barrantes, actual representante del Poder Ejecutivo en la junta directiva de la Caja, dice desconocer la realidad del marco establecido para el pago de prestaciones e hizo consultas a la Dirección Legal con intenciones de saber cuál es “la verdadera situación de la cesantía”. La desorientación del directivo está plenamente justificada.