La feroz guerra que mantiene a Siria hundida en la tragedia acaba de poner en evidencia, una vez más, la acumulación de armas químicas por el régimen de Bashar al-Asad y su voluntad de emplearlas contra el pueblo que está empeñado en gobernar. La inmensidad de la barbarie desplegada en días recientes desmiente la aseveración del dictador, tres años atrás, sobre la existencia de unos pocos depósitos de esos armamentos, totalmente asegurados para que nadie los pudiera utilizar. La mentira era evidente, pero las últimas agresiones del régimen contra el pueblo sirio la desnudan en todo su horrendo cinismo.
Las armas químicas, nombre dado a una variedad de venenos empacados para fines bélicos en distintas diluciones y contenedores, fueron proscritas por la comunidad internacional al cabo de la Primera Guerra Mundial. El torrente de soldados cruelmente lisiados en aquel conflicto por los mortales inventos de los países en conflicto conmovió al mundo. Convenciones internacionales para prohibir el uso de armas químicas proliferaron a partir del cónclave internacional de 1925 que en Ginebra produjo un tratado específico.
Desde entonces, el uso de los gases mostaza, sarín y clorina, entre otros, disminuyó globalmente en los conflictos armados, pero sus técnicas de fabricación encontraron el camino hasta las manos de regímenes deleznables como el de Asad, en Siria. Háfez al Asad, fundador de la dinastía y padre del dictador actual, utilizó gases letales para liquidar a miles de campesinos sirios sublevados.
Hasta la fecha, el Protocolo de Ginebra tiene133 Estados firmantes, el último fue Ucrania, que se adhirió en agosto del 2003. Por ironía, Siria está entre ellos. Eso no le ha impedido a los Asad utilizar armas prohibidas cada vez que les ha resultado conveniente para liquidar a insurgentes y poblaciones sublevadas en esta guerra y en conflictos anteriores.
Con el apoyo de Rusia y otros pocos gobiernos, y la indiferencia de las potencias del mundo democrático, Asad ha utilizado una brutalidad inimaginable para estabilizar su dominio sobre una tercera parte del territorio sirio; sin embargo, las noticias sobre la última masacre con armas químicas en Idlib, el martes, provocaron una reacción inesperada del presidente Donald Trump. Impactado por las fotografías de niños desfigurados por acción de las armas químicas, el mandatario ordenó el jueves un ataque con misiles contra el aeropuerto del que partieron los aviones portadores de los químicos que, según los expertos, consistían del letal gas sarín.
Asad se arriesgó a enfurecer al mundo con sus acciones barbáricas y genocidas para escalar los ataques contra civiles al punto de conseguir que la población, aterrorizada, prefiera la seguridad de vivir en silencio bajo su mando. En ese esfuerzo, cuenta con Rusia, cuya influencia en Siria nunca había sido tanta.
El ataque estadounidense se ejecutó con cuidado para no causar bajas rusas. Los militares de ese país fueron advertidos previamente. El propósito no es entrar en una dinámica de acciones y tensiones crecientes capaz de conducir a un enfrentamiento directo entre las dos potencias, aunque el riesgo existe. Fuentes estadounidenses no tardaron en señalar el carácter único y limitado de la represalia. En esas circunstancias, el ataque no pasa de ser una advertencia, mucho más clara y decidida que la famosa “línea roja” del expresidente Barack Obama, pero insuficiente para garantizar que el régimen sirio se abstenga de emplear los mismos recursos si a su juicio las circunstancias lo ameritan. A Siria, desgraciadamente, le falta mucho por sufrir.