La reapertura, el lunes, de las embajadas de Estados Unidos y Cuba en La Habana y Washington, respectivamente, es el acto legal y simbólicamente más significativo en el proceso de normalización de relaciones anunciado por ambos países en diciembre del pasado año. Tras 54 años de ruptura, sus nexos diplomáticos han quedado oficialmente consolidados, lo cual facilitará el manejo de asuntos bilaterales y la posibilidad de dar pasos adicionales en ámbitos políticos, migratorios, financieros, comerciales y culturales de interés común. Sin embargo, el camino que queda por delante será difícil, no solo para la resolución de una serie de diferendos pendientes entre ambos Gobiernos, sino, sobre todo, para promover un proceso de cambio en la isla, que abra las puertas a la democracia y genere una normalización de la sociedad cubana.
Entre los “pendientes” diplomáticos de gran calado están los reclamos de ciudadanos estadounidenses por bienes expropiados en Cuba, el futuro del embargo –que depende del Congreso–, los reclamos de las autoridades cubanas por su presunto costo económico, la protección que su Gobierno ha brindado a prófugos de la justicia estadounidenses, y el estatus de la base naval de Guantánamo. Todos son temas en extremo difíciles de resolver de forma definitiva, aunque se pueden administrar con el tipo de pragmatismo demostrado hasta ahora por ambas partes.
La gran interrogante, de monumental complejidad y aún de pronóstico reservado, es qué ocurrirá con la dinámica económica, política y social de la isla, y si los tímidos gestos de mayor flexibilidad interna puestos de manifiesto por su régimen aumentarán y se tornarán irreversibles o si podrá generarse una resaca autoritaria que intente frenar una verdadera apertura.
Es un hecho que Raúl Castro y su círculo más cercano decidieron emprender el proceso de normalización diplomática por la necesidad de buscar oxígeno económico y diplomático frente al creciente desplome de Venezuela (su principal fuente de recursos), algo posible aunque se mantenga el embargo. Al hacerlo, tomaron un riesgo calculado, pero que no necesariamente podrán manejar: generar enormes expectativas de mejora en la población, aceptar un intercambio humano creciente con el exterior, tolerar mayores –aunque todavía ridículas– cuotas de participación privada en la economía y abrirse a un mayor flujo de comunicaciones, capitales y actividad de la débil sociedad civil cubana.
La nueva realidad ha dado cierto respiro a la catastrófica economía cubana, pero, a la vez, incrementa las aspiraciones de la población, doblega temores acendrados para expresar sus criterios y reduce la capacidad de control estatal, cada vez menos monolítica y asfixiante.
Además, para que los beneficios económicos de la apertura y el eventual fin del embargo tengan verdadera relevancia, el régimen deberá soltar, aún más, sus amarras sobre el sistema financiero, el comercio exterior, la actividad privada orientada al mercado interno, la suscripción de contratos y el empleo. A la vez, deberá dar pasos para generar seguridad jurídica, establecer mecanismos para la solución de disputas y garantizar las inversiones.
Cada paso en la buena ruta económica reducirá el control gubernamental interno, y cada reducción de este control creará aún más expectativas, dará más capacidad de iniciativa a la población y, por ende, debilitará la hegemonía de la dictadura, que ni siquiera puede ya culpar a Estados Unidos de sus desaciertos. Todo esto lo saben las autoridades. Por ello, la posibilidad de un frenazo al proceso o de una lentitud deliberada, alentada desde los sectores más conservadores del régimen, es real, aunque será cada vez menos posible –o mucho más costosa– conforme pase el tiempo.
Por todo lo anterior, la apertura de las embajadas en ambas capitales trasciende la dimensión estrictamente diplomática en múltiples ámbitos. Es, además, un símbolo propicio de lo que podría llegar a constituir una genuina apertura, que le permita al pueblo cubano emerger de las penumbras del régimen y proyectarse con democracia hacia el futuro.