A las 5:38 a. m. del pasado sábado, una carrera ilícita de vehículos, en plena vía pública, terminó con el atropello de un anciano, cuya muerte fue inevitable, y mandó a una mujer al hospital. Las víctimas no estaban en media calle, sino en la acera, donde debieron estar a salvo.
Esa misma noche, con la sangre todavía fresca en la acera frente a la feria del agricultor de Pavas, los aficionados a las competencias ilegales (“picones”) hicieron fiesta a lo largo y ancho de la calle. Pasaron alegres frente al lugar de la tragedia y, como de costumbre, crearon graves riesgos para vidas y haciendas, sin contar el menosprecio a la tranquilidad de los vecinos, hartos de ser testigos cotidianos del abuso.
Para los delincuentes del volante, no hay luto ni vergüenza; mucho menos, respeto a la ley o consideración al prójimo. Existe tan solo el deseo de “jugar” en un país donde nada impide hacerlo con la autoridad, y los impuestos no garantizan a la ciudadanía el mínimo de seguridad necesario para transitar sin sobresaltos por la acera.
Nadie hace nada. Ni los encargados del tránsito exploran formas de poner fin a los abusos, ni los diputados los entrevistan para saber si es necesario remozar la ley, ni el Ejecutivo se preocupa por entender cómo, en la Administración pasada, se lograron algunos buenos resultados.
Al contraste entre los irresponsables dedicados a jugar con la vida ajena y las víctimas del atropello debería añadirse la indignación de todos, ciudadanos y autoridades. Los primeros tienen tiempo y dinero para “jugar” hasta las cinco y media de la mañana con sus carritos alterados. El fallecido es un hombre de 81 años que, a la misma hora, ya había hecho el viaje desde El Tejar de El Guarco, Cartago, para vender a los visitantes de la feria las bolsas que su familia fabrica con yute o mecate. La herida, vecina de La Aurora de Alajuelita, vende ajos y, antes de la hora del accidente, ya había pasado por el centro de San José para recoger su mercancía. Ambos acababan de descender de un autobús, a 25 metros de donde se produciría el fatal hecho.
Lo mejor y lo peor del país quedó representado en la tragedia. Por un lado, el esfuerzo para ganarse la vida con honradez, más allá de la edad de jubilación. Por el otro, la irresponsabilidad, la indolencia y la falta de respeto a la ley. La víctima es retrato de la labor tesonera celebrada en el himno nacional. Los “picones” representan la cultura del egoísmo, la indiferencia y la irresponsabilidad.
Preside la escena un Estado incapaz de garantizar la tranquilidad y la vida de los ciudadanos, ávido de impuestos, pero inútil a la hora de rendir servicios tan básicos. Sus representantes son una fuente inagotable de excusas, como si se pudiera justificar la violación de la ley en plena vía pública y sin el menor disimulo. Si los vehículos de los “picones” pueden circular por el casco urbano a tales velocidades, con los motores alterados y las máquinas preparadas para maximizar el ruido, ¿para qué prohibir esas conductas en la ley de tránsito?
Es perfectamente posible dar muerte a los piques para que vivan los agricultores y otros ciudadanos decentes, respetuosos de la ley, que por mucho son mayoría. Solo faltan voluntad y el deseo de ejercer la autoridad, como lo exige la ley a quienes están investidos de ella.
Si la ley se quedó corta, es preciso reformarla. Si faltan recursos, no será difícil hallarlos en algún rubro del abultado presupuesto nacional. Si los encargados de mantener el orden no saben hacerlo, es necesario cambiarlos. Y, sobre todo, si la Administración anterior encontró la forma de aminorar el problema con participación de otros cuerpos policiales, es irresponsable no imitarla para construir, a partir de un éxito relativo, la solución total.