El gobierno es sordo en materia tributaria. No escucha las reiteradas manifestaciones de los partidos opositores sobre la necesidad de plantearse el problema fiscal en sus dos vertientes: gastos e ingresos. Insiste en la posibilidad de aumentar los últimos sin limitar significativamente los primeros.
A falta de recursos, la administración adopta coyunturales medidas de austeridad, pero se resiste a examinar los disparadores estructurales del gasto. A estas alturas, perseverar en esa actitud equivale a renunciar a todo propósito de reforma significativa. El fin del periodo presidencial ya se cuenta en meses.
Por eso es incomprensible la defensa del último proyecto de ajuste fiscal enviado a la Asamblea Legislativa sobre la base de su viabilidad política cuando no tiene ninguna porque, como ha sido usual, pretende un aumento de impuestos a cambio de mínimas medidas de ahorro.
Poco después de presentar la propuesta, el 10 de agosto, Sergio Alfaro, ministro de la Presidencia, dijo haberla construido con la expectativa de mejorar las posibilidades políticas de aprobación. Para lograrlo, el gobierno eliminó aspectos polémicos, capaces de paralizar el plan. Esos puntos en disputa resultaron ser, a fin de cuentas, los planteamientos contrarios a los intereses de los sindicatos del sector público.
Ayuno de reformas significativas en materia de empleo público, el plan perdió la viabilidad política supuestamente buscada por la Casa Presidencial que, a estas alturas, conoce perfectamente la dificultad de obtener apoyo para un aumento de impuestos a cambio de reformas cosméticas en lo relacionado con el gasto.
El proyecto del gobierno fija un tope de ¢4,5 millones a los salarios del sector público, lo cual no produciría un ahorro de importancia. Además, procura remediar la situación que desembocó en la polémica de los sobresueldos estableciendo un pago del 25 % por prohibición del ejercicio profesional independiente a los bachilleres universitarios y un 60 % a los licenciados. Tampoco esa medida implica ahorro. La iniciativa también plantea limitar las anualidades a un máximo del 2,54 % sobre el salario base y solo serían pagadas a los funcionarios evaluados, como mínimo, como muy buenos.
Esas propuestas distan de las condiciones consideradas aceptables por la oposición. El proyecto del gobierno guarda silencio sobre el límite a la cesantía, pero diputados de otros partidos estiman necesario fijarlo en ocho años, como en el sector privado, porque esa es una de las áreas donde se han dado los mayores abusos.
Los opositores piden limitar la disponibilidad al 35 % del salario base y no permitir el pago simultáneo de zonaje, desarraigo y regionalización. Si las propuestas opositoras prosperan, el reconocimiento del tiempo de servicio se haría por bienios y quinquenios y no habría pagos por discreción y confidencialidad.
El gobierno, que ha hecho mucho énfasis en la renegociación de algunas convenciones colectivas, no incluyó en su proyecto una norma para obligar a su renegociación y hacerlas caducar en ausencia de revisión. Otras reformas en cuanto a carrera profesional, unificación de regímenes de empleo y evaluación tampoco figuran en el planteamiento.
Sin embargo, la Casa Presidencial planteó, una vez más, las reformas al impuesto sobre la renta y la transformación del impuesto de ventas en uno al valor agregado. En las circunstancias políticas, la aprobación de esas medidas es poco probable, como también otras propuestas valiosas, incorporadas al mismo texto y por eso dirigidas a igual destino, como la idea de prohibir la creación de nuevas instituciones u obligaciones estatales sin señalar su financiamiento.