La aceptación del uso del preservativo es una decisión realista de la Iglesia Católica que, a su vez, resuelve un candente dilema moral. La vida humana, como valor supremo, está entre los factores que guiaron, durante décadas, la oposición católica al uso de anticonceptivos, pero la prohibición entró en conflicto con nuevas e imprevistas amenazas a la vida misma, en particular el flagelo del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida).
La Iglesia no podía insistir más en una política cuyo resultado práctico es la enfermedad y muerte de millones de seres humanos, especialmente en las regiones del mundo más castigadas por la miseria, como es el África. El método del ritmo, sancionado por las autoridades eclesiásticas como una prevención natural y aceptable del embarazo, de nada sirve para prevenir la enfermedad.
Las iniciales declaraciones del papa Benedicto XVI dejaron abiertos espacios para la confusión. Su Santidad ilustró la nueva instrucción con el ejemplo de los hombres sometidos a la prostitución, con lo cual parecía excluir las relaciones heterosexuales. La confusión es lógica, porque la exclusión de las relaciones heterosexuales es congruente con la oposición al preservativo como medio específico de prevención del embarazo.
Se hizo necesaria, entonces, una aclaración del Vaticano, y el Papa dibujó, con toda claridad, los contornos de sus nuevas orientaciones. La decisión de utilizar el preservativo gira en torno a la consideración “del riesgo para la vida de otra persona”. En ese sentido, “es el primer paso en la toma de responsabilidad”.
“Esto se aplica si es mujer, hombre o transexual. Seguimos en el mismo punto. Es un primer paso para tomar la responsabilidad, para evitar la transmisión de un riesgo grave de una persona a otra”, dijo Federico Lombardi, portavoz del Vaticano. Tomar en cuenta la vida del otro es, entonces, la condición exigida por Su Santidad y planteada en esos términos, la nueva directriz tiene alcances mucho más amplios.
Las declaraciones de Papa siempre tienen como referente la intención. Cuando se le preguntó si la Iglesia esta fundamentalmente en contra del uso del preservativo, respondió: “En algunos casos, cuando la intención es reducir el riesgo de contagio, puede incluso ser un primer paso para abrir la vía a una sexualidad más humana, vivida de otro modo”.
Ante un riesgo tan amplio como el del sida, y ante consecuencias tan trágicas, la intención de prevenir el contagio siempre debe entenderse presente. Según el Vaticano, el uso del condón es un mal menor que la transmisión del sida durante las relaciones sexuales, aun si significa evitar un embarazo. El trasfondo de esa afirmación encontrará críticos entre quienes entienden la sexualidad de manera más abierta, pero representa un importante avance desde el punto de vista sanitario, y eso es para celebrarlo en todos los campos en que está dividida la opinión pública.
Según el organismo de las Naciones Unidas dedicado a combatir el sida, África sufre 22,4 millones de casos y el 54% de ellos son mujeres. Los números en otros continentes son menores, pero también alarmantes. La necesidad de la prevención es un hecho indiscutible y exige renovados esfuerzos educativos. La nueva posición de la Iglesia los facilitará allí donde la institución conserva un alto grado de influencia.
Enseñar a la juventud que entre sus primeras responsabilidades está la consideración “del riesgo para la vida de otra persona” es mucho más fácil que explicar la contradicción entre la negativa absoluta de la Iglesia y las recomendaciones de los expertos en salud.