Le ha correspondido ahora a Egipto sumirse en la catarsis política demandada por su pueblo. Nada menos que la renuncia del anciano y enfermizo dictador Hosni Mubárak, y de las figuras más notorias de su régimen, es el precio exigido por las masas de ciudadanos apostadas en las calles de las principales ciudades. De ahí que el anuncio formulado la noche del martes último por Mubárak, de que no sería candidato en las elecciones generales programadas para setiembre próximo, fuera motivo de rechazo y furia de los centenares de miles de egipcios congregados por todo el país y que demandan su inmediato retiro de la presidencia, no dentro de ocho meses.
Se repite así el guion del drama tunecino que estremece a las satrapías de Levante. Actualmente, además de Túnez y Egipto, Argelia, Yemen y hasta Jordania sienten el impacto de las protestas populares, las cuales amenazan con extenderse por la región y alcanzar incluso a las arraigadas dictaduras dinásticas de Libia, Siria y Arabia Saudí.
El papel dominante en las protestas de Egipto corresponde a jóvenes menores de 31 años que carecen de empleo y conforman alrededor de un tercio de la población. A ellos se han sumado ciudadanos que comparten su desesperanza, sentimiento alimentado también por el estancamiento económico y, en general, un sistema de corrupción galopante que premia solo a parientes, amigos e incondicionales del gobernante.
El panorama incluye además la agobiante presencia de desproporcionadas fuerzas de seguridad que castigan toda expresión crítica del régimen y procuran transformar a su país en prisión del pensamiento. Se estima que los esbirros y sus chivatos suman varios millones.
Con todo, las nutridas fuerzas de seguridad egipcias y la Policía se han visto abrumadas por las masas de ciudadanos que las han obligado a abandonar las calles. Por otra parte, el Ejército, si bien con una presencia simbólica en medio de las protestas, ha hecho patente que no intervendrá para aplastar la rebelión. De hecho, las Fuerzas Armadas han devenido en la institución central del sistema sociopolítico, al cual brindan legitimidad.
Por esta razón, los actores principales del Gobierno, muchos de ellos militares de alto rango, han procurado no involucrarlas directamente en el conflicto. En cualquier caso, llegada la hora de las definiciones mayores, el Ejército será sin duda el principal decisor.
En episodios previos, el Ejército sí ha intervenido en favor del Gobierno. Por ello, y a pesar de los anuncios de que no reprimirá a los manifestantes, persiste la incógnita de si esta neutralidad aparente se mantendrá inalterable. Sí está claro que los pronósticos de los entendidos, y los mismos hechos, apuntan al final de la presidencia de Mubárak en breve, dependiendo en mucho de la posición y criterio del Ejército.
En este sentido, las declaraciones de los gobiernos occidentales amigos del mandatario, se han orientado a clamar por una transición pacífica, fórmula que denota un llamado a la salida de Mubárak. Por su parte, Estados Unidos, el principal aliado de Egipto y su mayor benefactor –$1.500 millones anuales en ayuda, sobre todo militar– ha tomado un paso adicional, al despachar a El Cairo a un antiguo y experimentado diplomático “para facilitar un proceso transitorio pacífico”. En el pasado, la aparición en escena de personajes similares ha sido ominosa, y en el presente caso parece anunciar el final inminente de la presidencia de Mubárak.
Sin embargo, lo que dista de estar claro es el desenlace de la actual dinámica en Egipto. ¿Quién o quiénes van a liderar el nuevo Gobierno? ¿Cuáles fuerzas sociales, y de qué orientación religiosa, se impondrán en el futuro inmediato?
Hay, desde luego, muchas otras interrogantes, pero la preocupación de muchos es con el papel que podría llegar a desempeñar la Hermandad Musulmana, agrupación radical islamista de cuyo seno emergieron Hezbolá, Hamás y al-Qaeda, y que ha asumido una presencia cada vez más visible en las protestas cairotas.
Asimismo, algunos voceros espontáneos –principalmente exfuncionarios internacionales– no parecieran contar con apoyo suficiente de los manifestantes para negociar en su nombre. Tampoco los desacreditados partidos opositores podrían ser interlocutores legítimos del Gobierno. Posiblemente surgirán dirigentes de los grupos organizadores que desde hace varios años vienen estructurando el movimiento a través de Internet.
La inmensa mayoría egipcia anhela la democracia, una democracia real y no los remedos que tantos dictadores utilizan para escudar su ilegitimidad. He ahí el reto que tienen ante sí los manifestantes y todos los ciudadanos que aspiran a dirigir el país tras la salida de Mubárak.