Pienso que no. No lo haría. Porque no lo hizo por algún tipo de escrúpulo cívico. Se vio forzado a ello. De hecho, se aferró al cargo hasta donde pudo, y solo cuando fue evidente que sería destituido (porque la gran mayoría de los congresistas, al igual que la opinión pública, pensaban que debía caer) renunció.
Pero hoy, me temo, no tendría esos incentivos para hacerlo, y la mejor evidencia es la virtual nominación de Trump como candidato republicano para las elecciones de este año.
Piénsenlo: Nixon espió a sus rivales políticos y utilizó su poder para obstruir la acción de la justicia frente a ese hecho. Trump, aparte de evadir impuestos, ocultar documentos clasificados en una de sus casas y, posiblemente, estar implicado en el hackeo ruso de los e-mails de su competidora demócrata, intentó revertir el resultado de las elecciones del 2020 e incitó a la violencia golpista que acabó con el asalto al Capitolio el 6 de enero del 2021. Aun así, será candidato y podría volver a la Casa Blanca.
¿Qué ha cambiado en estos 50 años para que lo que hundió a Nixon, no solo no haya sepultado políticamente a Trump, sino que, incluso, esté impulsando su regreso? Dos aspectos fundamentales de la democracia liberal como sistema político: el comportamiento de las élites sociales y el de la opinión pública.
Las primeras, sobre todo en el Partido Republicano y en su entorno institucional (medios, asociaciones, think tanks), han declinado sus funciones de filtro de outsiders antisistema y de freno de desmesuras autoritarias como las de Nixon.
El comportamiento de la opinión pública, por su parte, también ha cambiado. Además de los estadounidenses demócratas, una parte significativa de los votantes republicanos aceptaron como ciertas las informaciones que la prensa y los órganos de control revelaron sobre Nixon, y, en la medida que compartían una serie de valores transversales al espectro político partidario, censuraron esos hechos. Hoy no ha ocurrido lo mismo con Trump ni respecto de lo que se da por cierto ni de cómo se valoran moralmente los hechos.
Un fenómeno, de creciente interés en la investigación social, es clave para comprender estos cambios: la polarización. Durante muchos años la investigación en ciencia política estudió la polarización como un problema fáctico, de orientación de la política pública y posicionamiento ideológico en torno a esta.
En los últimos años, los estudios se están centrando, en cambio, en la llamada “polarización afectiva”, que da cuenta, más bien, de la distancia simbólica, sentida como gusto, odio, asco o alegría, que las personas imaginan respecto de distintas candidaturas o figuras políticas. Intriga a los investigadores por qué si una mayoría de los electores se declara “moderada” y las propuestas partidarias convergen en tantos temas, la distancia afectiva entre los distintos grupos está creciendo tanto.
El ejemplo de manual es la reforma de salud propuesta por Obama y denostada por los republicanos, casi idéntica en sus detalles a la que pocos años antes el candidato republicano Mitt Romney impulsó en Massachusetts, apodada entonces por los demócratas como Romneycare.
Lo que para aquellos era ahora una propuesta peligrosa por socialista, para estos —añitos antes— había sido una reforma injusta por conservadora. Sí, es difícil de entender, pero es posible, según la línea de investigación descrita, porque más que un distanciamiento en las preferencias, que es la polarización clásica, lo que ha ocurrido es una intensificación de nuestros afectos y de la importancia que tiene la identificación política en nuestras vidas.
Información política
Si bien el debate está abierto en la academia, una de las claves que explica esta deriva pareciera estar en los cambios que han ocurrido en el ecosistema de información política, entendiendo por este la oferta y la demanda de noticias políticas y, en general, de información política, dentro de una determinada sociedad.
El lado de la oferta abarca la cantidad y calidad de esa información disponible a través de medios nuevos y tradicionales. El lado de la demanda incluye la recepción y cómo varios segmentos dentro de la sociedad hacen uso de esa información política.
Las condiciones de ese ecosistema favorecen o dificultan que las personas puedan ejercer su condición de ciudadanos, y las características de este se han transformado sustancialmente, tanto en la producción como en la recepción de contenidos, incluso relativizando la distinción entre ambos conceptos.
En marzo del 2011, La Nación me publicó el artículo “Nixon y Wikileaks” en el que, ingenuamente, destilé el ciberoptimismo de la época. Se iniciaba, según yo, una era de mayor transparencia de los asuntos públicos y, por ende, de mejores mecanismos en las manos de los ciudadanos para controlar al poder político.
Lo que hoy vemos en las redes sociales es un mundo binario de confirmaciones y refutaciones con una fuerte intensidad expresiva en los posicionamientos públicos como medio para reafirmar la lealtad hacia un grupo a partir del repudio hacia otro. Lo importante ahí no es transmitir información. A veces, ni siquiera, desinformar (porque se sabe que lo que se dice es tan absurdo que no existe la expectativa de que alguien se lo crea).
El objetivo es solamente reafirmar la propia identidad virtuosa. Una polarización, a fin de cuentas, no originada en distintas militancias políticas, sino en la ansiosa necesidad de afirmación y proyección del yo, excitada por nuestros millonarios dealers de Silicon Valley.
España
Lo he constatado, con asombro, conversando con amigos españoles progresistas. Importa poco o nada que, para conservar el poder, el presidente Sánchez y su gobierno estén sacando adelante una amnistía para los políticos independentistas catalanes que del 2011 a la fecha hayan cometido diversos delitos (desde la malversación y la sedición hasta el terrorismo) bajo la mampara legitimadora del procés.
Importa poco o nada que él y los suyos repitieran hasta el cansancio que no apoyarían la amnistía porque era inconstitucional y que solo cambiaran de opinión cuando los votos de los diputados independentistas se volvieron necesarios para mantenerse en el poder.
Importa poco o nada que sea insultante para la amplia mayoría de los españoles —opuestos a esa impunidad— el ridículo argumento actual de que dan ese paso para reconciliar a la sociedad y pasar página o, peor, para recuperar a los políticos prófugos para la vía institucional —mientras estos dicen que persistirán, no solo en su objetivo, sino en los medios antidemocráticos para conseguirlo—.
En fin, importa poco o nada la conexión entre Putin y el independentismo catalán, que al menos un sector de la derecha independentista sea supremacista y la anime la insolidaridad fiscal hacia el resto de España, o que desde que Sánchez asumió el control de su partido haya iniciado una purga en el diario El País que ha hecho rodar las cabezas de su director, Antonio Caño; de su jefe de opinión, Ignacio Torreblanca; y de una de sus plumas emblemáticas, Fernando Savater.
Todo eso carece de importancia si de lo que se trata es de impedir que la derecha acceda al poder. ¡Así tal cual me lo han dicho! ¡No vaya a ser que España caiga en esa anomalía democrática que sería la alternancia en el poder para que el partido más votado en las urnas, el PP, gobierne! Y ay de aquel que no vea lo justificada que está esa posición, porque automáticamente será calificado de “facha”, empezando, claro, por Felipe González.
Que prefiramos tener la razón a estar en lo cierto, que le temamos más a quedar aislados de los nuestros que a equivocarnos, que seamos más libres y dispongamos de más medios que nunca en la historia para publicar lo que opinamos sin importar si lo comprendemos, y que hayamos desarrollado tanta suspicacia hacia lo que publica el Washington Post como confianza hacia lo que nos comparten nuestros contactos en las redes o por WhatsApp, no nos está haciendo más libres. No frente a los Nixon de nuestro mundo, que están encantados con las cosas como están. Porque, como advirtió Hannah Arendt: “El súbdito ideal del régimen totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino el hombre para el que ya no existe la distinción entre hecho y ficción, entre verdadero y falso”.
El autor es abogado.