Una hipótesis puesta en duda atribuye la desaparición del hombre de Neandertal —especie humana diferente a la nuestra— a su choque frontal con el hombre moderno, supuestamente más hábil e inteligente, que hace decenas de miles de años emigró hacia Eurasia desde el África subsahariana. Estudios recientes sobre los genomas humanos demuestran, incluso, que ambas especies entraron en mestizaje, pero siguen sin explicar por qué los neandertales se extinguieron en el transcurso de un lapso tan corto que bien se podría decir que su desaparición fue súbita.
En noviembre del 2019 fueron publicados casi simultáneamente dos artículos científicos sobre ese tema, uno originado en la Universidad de Eindhoven, los Países Bajos, y el otro en la Universidad de Stanford, California. Los investigadores de Eindhoven concluyeron en que los neandertales desaparecieron porque eran poco numerosos y formaban grupos relativamente aislados entre ellos, de modo que estaban naturalmente condenados a extinguirse a causa de la endogamia, las dificultades para encontrar parejas y las fluctuaciones demográficas. Por su parte, los de Stanford propusieron una causa diferente: en el intercambio de enfermedades infecciosas entre las especies, los neandertales llevaron la peor parte, algo similar a lo que les ocurriría en el futuro a los aborígenes americanos con motivo de las invasiones europeas.
En mi vida universitaria tuve la suerte de colaborar con dos grandes académicos —uno en Estados Unidos y el otro en Costa Rica— a quienes no puedo menos que calificar de genios. Allá por 1980, durante una sesión de trabajo con el segundo, hicimos una pausa para tomar café y, por una razón que he olvidado, pasamos a hablar de la suerte de los neandertales, tema sobre el que yo solo había leído unas cuantas generalidades. Mi genial interlocutor, por el contrario, pudo extenderse en unas elucubraciones en las que esbozó, a manera de ilustración, un sugerente escenario: en una orilla del río llamado hoy Dniéster vivían grupos de neandertales y en la otra ya habitaban los hombres modernos. Con suma elegancia, nuestro compatriota, sin tener a mano datos genéticos y sin modelos informáticos, tan solo razonando en voz alta, elaboró con cuatro décadas de anticipación ambas hipótesis: la de Eindhoven y la de Stanford.
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El autor es químico.