Las altas autoridades parecen estar ajenas a la magnitud del problema fiscal y, mucho más, al elevado riesgo de seguir posponiendo soluciones, no a corto plazo, como patear la bola a ver si llegan al 8 de mayo del 2022, sino de aquellas capaces de enderezar el rumbo, evitar la catástrofe y llevarnos a una economía más justa, productiva y sin dañinos privilegios.
El problema se agranda cada hora, el déficit crece, las necesidades financieras son mayores y los grados de libertad para salir adelante sin graves consecuencias se están acabando.
El gobierno debió haber emprendido una cruzada de reducción de gastos, a todo nivel, desde hace varios meses para quitar impulso a la debacle a punto de llegar, buscar mejoras en la eficiencia y suavizar las cargas innecesarias a la población.
Inexplicablemente, como si fuera una siniestra estrategia, no da ningún indicio de querer tomar medidas para frenar el crecimiento acelerado del déficit fiscal y, por el contrario, pareciera vivir en un mundo extraño, en donde no está pasando nada.
El colmo es que el propio gobierno se dedique a torpedear las tímidas iniciativas legislativas y trate de impedir los rebajos presupuestarios. Ojalá los diputados se mantengan firmes y no cedan a cantos de sirena.
Milagro o impuestos. El gobierno necesita financiar el próximo año entre $9.000 millones y $11.000 millones para el pago de la deuda pública y cubrir el nuevo déficit. Da la impresión de estar esperando una solución del cielo o llevarnos al borde irreversible del abismo para proclamar, como único remedio, cargarnos nuevamente de impuestos, mientras mantiene un sector público obeso, lento e improductivo.
Olvida el ingrediente fundamental para hacer crecer la economía: mejorar la eficiencia. Solo así será posible fomentar el crecimiento y resolver el desempleo, la pobreza y la desigualdad, y, por esta vía, incrementar la recaudación tributaria.
Desde el 2018, si no antes, el sector privado, con el deterioro de los ingresos de las familias, la quiebra de pequeñas y medianas empresas y la falta de oportunidades de trabajo, venía soportando el impacto de la crisis económica.
Cada semana se veía cómo un pequeño emprendimiento tras otro sucumbía. Antes de la pandemia, el país había roto los récords históricos de desempleo (12,7 % de la fuerza laboral) y de desigualdad.
Vino la pandemia y, sin ningún remordimiento, volvieron a cargarle todo al sector privado, manteniendo inalterable la situación del público, aunque los servicios prestados se hubiesen reducido.
Mientras las empresas despedían a sus empleados, suspendían contratos de trabajo y reducían jornadas, los empleados estatales siguieron recibiendo íntegros sus salarios, independientemente de si trabajaban o no, o de si la recaudación de impuestos había disminuido.
Si bien los funcionarios no son los culpables de esta situación, el gobierno, cuando menos por solidaridad, debió haber hecho un esfuerzo para repartir un poco las cargas.
Por razones éticas, lógicas y justas, el sector público, causante de los males económicos que vivimos, más allá de la emergencia sanitaria, debería colaborar, como mínimo, en una fracción del ajuste sufrido por el sector privado para no irse de nuevo sobre las espaldas de los ciudadanos.
Reestructuración del Estado. Con valentía, todos debemos tomar decisiones heroicas para transformar el país, robustecer la capacidad productiva, facilitar los negocios, atraer inversiones y, principalmente, evitar el despilfarro de recursos. Y eso depende de una reestructuración del sector público.
Es preciso repensar todo el Estado. Por ejemplo, no tiene sentido gastar miles de millones de colones para supuestamente combatir la pobreza, si a los pobres les llegan únicamente limosnas. Es inconcebible que los burócratas se hayan apoderado de todos los procesos y entraben la administración con requisitos innecesarios que se traducen en costos más altos.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señaló la enorme disparidad existente entre salarios públicos y privados. El economista Pablo Sauma demostró, en un estudio del 2017, la enorme disparidad en la distribución del ingreso causada por la desproporción de los salarios pagados a los funcionarios, especialmente a los más altos.
La OCDE, diversos economistas y el propio Banco Central han demostrado con cifras el tremendo daño a los ingresos de los más pobres, originado por los injustos recargos que pesan sobre productos básicos como el arroz, el azúcar, la leche, el transporte público, etc., y, lo peor, en beneficio exclusivo de grupos privilegiados a la sombra de altos funcionarios.
El gobierno, en vez de tratar de emparejar la cancha, eliminar odiosas discriminaciones, quitar incentivos a la evasión y, principalmente, a la elusión tributaria, parece estar empeñado en aumentar esos males. Me niego a pensar en la mala fe o componendas con grupos de interés; prefiero pensar en ignorancia.
Medidas drásticas. Si estamos en una economía al borde del precipicio, debe actuarse con medidas drásticas, preferiblemente con ayuda del FMI, si queremos algo menos violento, o sin él, lo cual nos triplica los costos financieros y no nos ahorra el tomar medidas dolorosas, aunque sí nos arriesga a hacer locuras que empeorarán la situación.
Mientras se hace un análisis técnico del sector público óptimo, debe reducirse, por lo menos, un 20 % la masa salarial (combinación de no llenar plazas vacantes, reducir jornadas, retiros selectivos, congelar los pluses salariales al nivel actual), que incluya al Poder Ejecutivo, todos los entes descentralizados y demás poderes, incluidas las transferencias, así como el cierre técnico de entidades evidentemente improductivas (CNP, Inder, Japdeva, IAFA, Incopesca, Racsa, Sinart, IFAM, INVU, etc.) y eliminar gastos prescindibles, superfluos o que puedan posponerse.
Una revisión de la deuda interna no está de más para evitar abusos de algunos entes receptores de transferencias.
Si de ingresos se trata, deben eliminarse todas las exenciones de privilegio, las cargas parafiscales y las tasas impositivas múltiples.
Entretanto, para reactivar la economía y eliminar burocracia, urge una amnistía general de regulaciones, sin eliminar los requisitos indispensables ambientales, médicos y de ingeniería, pero trasladar su cumplimiento a los profesionales correspondientes.
Lo anterior acelerará los trámites y bajará sustancialmente los costos, como en el urgente caso de los medicamentos.
Para una segunda etapa quedaría el despertar a la gente del sueño de opio de que las empresas públicas son suyas, les benefician y les facilitan la vida. Es un prejuicio cultural muy enquistado, pero un liderazgo de buenos gobernantes esclarecería el entendimiento popular.
El autor es economista.