DENVER– Mientras los gobiernos de todo el mundo adoptan políticas para hacer frente a las consecuencias económicas inmediatas de la covid-19, toman decisiones que también determinarán la competitividad de sus países en las próximas décadas.
Si están diseñadas correctamente, los paquetes de estímulo y recuperación permitirán que los países y las regiones estén listos para recoger los beneficios de las industrias del futuro.
La Unión Europea ya está preparada para acelerar la ejecución del Pacto Verde Europeo, y China, inevitablemente, desarrollará sus ventajas competitivas previas a la pandemia en energía solar, vehículos eléctricos (VE) y baterías.
Estados Unidos, por otro lado, corre un riesgo cada vez más grande de quedar rezagado.
El Pacto Verde Europeo es el modelo perfecto para diseñar paquetes de estímulo y recuperación destinados a ventajas económicas tanto inmediatas como a largo plazo.
A corto plazo, sus inversiones propuestas producirían muchos empleos de alta remuneración en infraestructura de energía verde porque financiarían la instalación de una superior capacidad eólica y solar, estaciones de carga de autos eléctricos, plantas de producción de hidrógeno y programas para acondicionar edificios para un ahorro energético.
Mejor aún, a largo plazo, todas estas inversiones resultarán en el abaratamiento de la energía, sistemas energéticos más resilientes y una población más sana, entre muchos otros beneficios.
Los costos de las tecnologías de energía limpia han venido cayendo rápidamente, luego de curvas de aprendizaje predecibles.
Con el tiempo, se volverán más económicas y más rápidas como para posibilitar un despliegue a gran escala.
Al reconocer estas ventajas, los esfuerzos de recuperación de Europa ya han asignado miles de millones de euros para construir granjas solares en la península Ibérica y turbinas eólicas offshore en el mar del Norte.
Empresas europeas como Vestas, Siemens Gamesa y otras harán todo el trabajo. Y estas fuentes expandidas de electricidad barata y renovable luego serán utilizadas para producir moléculas de hidrógeno con las cuales alimentarán la industria pesada en el futuro.
Al destinar 40.000 millones de euros ($45.000 millones) a la inversión en infraestructura de hidrógeno, el Pacto Verde Europeo apunta a garantizar que el transporte, la fabricación de acero y otras industrias funcionen con combustible limpio.
La Unión Europea también ha apartado fondos de recuperación para instalar dos millones de estaciones de carga de vehículos eléctricos y de hidrógeno, estimulando así la demanda de estos autos que puedan ser construidos localmente por Volkswagen, Mercedes y Renault.
Con esto y de otras maneras, Europa está tomando medidas pertinentes para ponerse a la par de China en materia de tecnologías verdes.
Luego, si China introdujera un paquete de estímulo y recuperación basado en el Pacto Verde Europeo, podría extender su ventaja competitiva a otras formas de energía renovable, movilidad eléctrica e industria alimentada con hidrógeno.
Como en Europa, la inversión en infraestructura verde producirá millones de empleos de calidad a corto plazo y reducirá o contendrá, al mismo tiempo, la contaminación ambiental y las emisiones de gases de efecto invernadero a largo plazo, aun si la economía china creciera.
El aire limpio, las calles tranquilas y las vistas prístinas que se convirtieron en una consecuencia accidental del confinamiento por la pandemia se volverían permanentes con formas más limpias de energía y transporte.
En Estados Unidos, en cambio, aunque el Gobierno Federal ha tomado algunas medidas necesarias para mitigar el colapso de la economía a corto plazo, los responsables de las políticas piensan poco en el futuro. Por esto, muchas de las industrias sucias del pasado están siendo rescatadas.
Hace diez años, la opinión generalizada era que Estados Unidos lideraría el futuro energético, porque se estaba acercando a la “independencia energética”, debido a las gigantescas reservas de petróleo y gas de esquisto que podía extraer a través de la fracturación hidráulica (fracking).
Pero esas industrias atraviesan una decadencia estructural. Las curvas de costos son claras: los combustibles fósiles no pueden competir con soluciones más económicas, más eficientes y de energía limpia.
Del mismo modo, los vehículos eléctricos serán cada vez más baratos y más confiables que los motores de combustión interna, de la misma manera que el hidrógeno verde será la energía preferida de las industrias pesadas cada vez más descarbonizadas.
Al ver el intento de la administración del presidente estadounidense, Donald Trump, de rescatar empleos en la industria minera, recordé mi primer empleo después de la secundaria, cuando trabajaba en una fábrica de máquinas de escribir en el sur de Holanda.
Imaginen si el gobierno holandés hubiera decidido, por alguna razón, rescatar esa fábrica cuando las computadoras personales empezaron a salir al mercado en los años ochenta y noventa. Habría sido como invertir en un museo, no en una industria viable.
Si bien se perderán empleos en la industria de los combustibles fósiles, se crearán muchos más para fabricar turbinas eólicas y baterías, instalar paneles solares, construir autos eléctricos, acondicionar edificios y demás.
El mundo está haciendo la transición hacia la energía limpia y los países que estén apostando por las tecnologías del pasado están cavando sus propias fosas económicas.
Las políticas industriales concertadas para construir infraestructura de energía limpia harán muchísimo bien, no solo en beneficio de la gente y del planeta, sino también de la competitividad económica y la prosperidad futura de los países.
Europa y China lo entienden y ya están camino a convertirse en líderes de la economía mundial en las próximas décadas.
Están apalancando activamente sus paquetes de recuperación para acelerar ese cambio histórico.
En Europa, especialmente, las futuras generaciones admirarán a los líderes de hoy por crear empleos, reducir la contaminación ambiental y establecer una posición económica competitiva para las próximas décadas. En Estados Unidos, no tanto.
Jules Kortenhorst es CEO del Rocky Mountain Institute.
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