Al comparar, el lunes, a nuestra economía con “una nave de dos motores que deben estar bien aceitados y entonados”, el presidente Luis Guillermo Solís utilizó una analogía útil. Sin embargo, derivó de ella consecuencias erradas.
Tal como dijo, uno de esos motores, vinculado al comercio internacional, es dinámico y competitivo y explica en buena medida nuestro crecimiento económico. Además, ha generado empleos de gran calidad y nuevos sectores sociales vinculados a ellos. El segundo, orientado al mercado nacional y regional, es menos dinámico y ha carecido del “apoyo de políticas públicas” para desarrollar su potencia.
La comparación descarta elementos relevantes; por ejemplo, un tercer motor –el Estado– que no solo establece reglas y crea condiciones; también representa alrededor del 15% del producto interno bruto, consume amplios recursos y recibe dos tercios del crédito bancario. Hacerlo más eficaz y eficiente es clave.
Tampoco su analogía incluye el potencial de las cadenas de valor locales y cómo su incorporación al comercio internacional ha potenciado actividades tradicionalmente enfocadas al ámbito interno, entre ellas, varias de índole agrícola, industrial y hasta educativo.
Todo lo anterior resulta excusable: un discurso siempre es selectivo. Lo preocupante son las conclusiones. Para el presidente, impulsar el “segundo motor”, sin duda necesario, no parece contemplar vincularlo mejor al primero, aumentar su productividad, generarle mercados externos y abrirlo a la competencia. Al contrario, todo indica una opción por el tipo de subsidios y protecciones que han encerrado a grandes productores (arroceros, aceiteros, azucareros) en los privilegios, a pequeños en la subsistencia y a los consumidores en los precios altos.
Solís presenta el ingreso a la Alianza del Pacífico como un riesgo para la turbina interna y hasta lo condiciona a su reforma fiscal. Ocurre todo lo contrario: la Alianza abrirá oportunidades al grueso de la economía, fomentará la competitividad y dará dinamismo al mercado local.
Quizá, en el fondo, la reticencia tiene otro origen: el temor a que los dueños de las máquinas arroceras bloqueen las carreteras y lo saquen de la zona de confort. Pero su indecisión la hará cada vez menos sostenible.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).