Tengo un gran motivo para agradecer a la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) los servicios prestados últimamente: el 29 de diciembre me liberaron de un carcinoma basocelular. Aleluya, no solo por hacerle frente al problema, sino por detectar un mal que durante años se diagnosticó equivocadamente, tanto en instancias privadas como públicas. Ello en sí es un mérito, que saludo y agradezco.
¡Ocho días en el Calderón Guardia! Si bien contribuí durante más de 55 años, me dio cierta vergüencilla sentir que hay otros mucho más necesitados que uno. Que alguna gente abusa, uno lo palpa, y conviene parar el asunto: no echemos a priori la culpa a los migrantes del norte: incumbe a la satrapía traidora, instalada allí ilegalmente.
Al haber dormido una semana entera con otros tres compañeros aprendí mucho en términos sociológicos: el local sentido de familia, el uso y abuso del alcohol en épocas anteriores, usos como el comer con cuchara todos: menos loza y mayor estabilidad comiendo uno en la cama. Cosas elementales, sí, pero que no sabía. Fuera del feudo académico, habrá resultado relativamente limitada mi incorporación en el medio.
Pero vuelvo a mi camita, centro de observación. ¡Estoy en un centro de salud comunitario, lo cual implica un platal en recursos humanos y otros! Un personal tremendamente atento a la condición humana, todos nosotros vestidos de verde, la médica —nada ostentosa de su estetoscopio— da prioridad al aseo y lo funcional, con mayor razón en estos meses cuando a la covid-19 pareciera gustarle remolonearse otro rato por aquí.
Buena alimentación, abundante, hasta con corvina, con algo de escasez en carne, no por ellos, sino, típico, por esas instituciones tipo CNP, IMAS, etc., que por desgracia terminaron en granjerías del personal, no en beneficio de la causa social para la que fueron creadas.
Y las enfermeras, ¡a partir del concepto inveterado de la ancilla Domini cristiana, hondo caló la idea de servicio, hasta con semántica local: “Mi amor” por aquí, “mi amor” por allá. Gracias, muchas gracias.
Ya fuera, el extranjero que me quedé (en parte porque mi manera de ser, incluido el tono de voz) observa que por ejemplo del lado de la rampa de acceso hacia la farmacia y aledaños actúa un ejército de vigilantes, solución costosa: no bastan los letreros, además de que la gente no suele hacer caso. Al igual que con el tránsito de vehículos, culturalmente, al no buscarse la interiorización de conducta, esta no se logra imponer sino a base de cierta infantilización: el guarda cree ayudar al sacar de su base un numerito de orden, allí donde tienen un bordecito cortante, pero no... En el banco de sangre, una persona (con su radio, fuerte, cerca) se empeña en obligarme a ponerme exactamente sobre la calcomanía en el piso que marca distancias profilácticas, como si ser viejo es sinónimo de invalidez. ¿Detalles, todo eso? Evitemos que el usuario se vuelva perezoso y parasitario.
Total, agradezco la dramática pero linda experiencia educativa recién vivida; valoré cuán fuerte se vive aquí la solidaridad social ante el dolor. Lo cual no quita que, después de haber dejado varios tubitos de mi preciosa sangre, en protesta, salí puño en alto.
El autor es educador.