En el 2017 tuve el honor de que autoridades de la ciudad de El Aaiún me mostraran sus ambiciosos proyectos de plantas solares en el Sahara marroquí. Aquello fue una bocanada de esperanza que amainaba mis preocupaciones sobre el desafío ambiental del planeta e insuflaba los ideales que he abrazado respecto a una revolución energética mareomotriz en nuestro país.
La Comisión Intergubernamental de expertos sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), entidad que agrupa a reconocidos expertos en la materia, asegura que el actual aumento de un grado en la temperatura del planeta es consecuencia de la actividad humana.
Algunos científicos disidentes, los menos, rebaten esa tesis y sostienen que el calentamiento del planeta no es producto de actividades humanas como la emisión de carbono a la atmósfera en cantidades industriales, sino el resultado de los ciclos de calentamiento-enfriamiento que el planeta ha sufrido a lo largo de su existencia.
Independientemente de la justeza de una u otra tesis, hay un implacable desafío que resolver: ciertamente el planeta se está calentando aceleradamente, y es nuestra responsabilidad actuar de inmediato para detener la actividad humana que contribuye a ello.
Sea que se pretenda negarlo o no, la estadística demuestra que hay actividad humana que causa emisiones masivas de gases de dióxido de carbono a la atmósfera, que crean un efecto invernadero que produce un incremento perceptiblemente de la temperatura y, por consiguiente, lluvias y sequías extremas.
Frente al reto, a Costa Rica le corresponde hacer su parte. Máxime si, como vimos en estos días en Limón y Turrialba, nuestro país está sufriendo los efectos de la crisis climática.
Retención de agua. De acuerdo con diversas investigaciones, como la del reputado científico Kevin Trenberth, del organismo federal estadounidense denominado Centro Nacional de Investigación Atmosférica, cada vez que la temperatura de la tierra aumenta un grado, la atmósfera retiene un 7 % de agua por encima del promedio.
Las consecuencias son, por una parte, lluvias y nevadas mucho más fuertes, con sus respectivas inundaciones y huracanes, y, por otra, sequías e incendios forestales a gran escala.
En su obra El nuevo pacto global verde, el sociólogo Jeremy Rifkin —pensador que ha influido en mis convicciones— plantea la necesidad de una inmediata migración hacia una matriz energética mundial limpia con el fin de llevar la actual producción energética, basada en combustibles fósiles, hacia la producción de energías renovables no contaminantes, como la eléctrica, que se deriva tanto de la producción mareomotriz como de la eólica y la solar.
El reto es descomunal, pues dos obstáculos cardinales se presentan frente al cambio. Primeramente, el escaso tiempo que según los expertos queda para lograrlo. De acuerdo con la IPCC, para evitar una catástrofe irreversible contamos con menos de 15 años para la transformación.
El segundo obstáculo son los enormes intereses económicos alrededor de la industria de los combustibles fósiles. Las grandes petroleras y empresas productoras de carbón imponen una feroz resistencia; entre otros, los inversionistas que poseen billones de dólares en activos en ese tipo de negocios.
Me refiero a los dueños o acreedores de oleoductos, plantas petroleras y de carbón, los propietarios de instalaciones de almacenamiento y de millonarias plataformas en los mares y de las centrales térmicas, entre otra infraestructura complementaria para la explotación de estas energías. Por ejemplo, las multinacionales son conscientes de la inminente amenaza a las multimillonarias inversiones en su industria por los fondos mundiales de pensiones. Esto origina resistencia a ceder terreno a las energías limpias.
Camino por recorrer. En lo que respecta a energías limpias, desde la década de los 50 del siglo pasado nuestra nación ha sido buena alumna. Entre otro tipo de energías, gracias a nuestro desarrollo hidroeléctrico y geotérmico, contamos con el mérito de ser uno de los pocos países del mundo que derivan el 99 % de su capacidad eléctrica de fuentes renovables y limpias.
Sin embargo, tenemos una enorme tarea pendiente para concretar una verdadera revolución verde, pues Costa Rica aún está en el medio de la tabla del ranquin mundial de los países emisores de gases contaminantes. Por ejemplo, el 52% de los gases contaminantes los emite nuestro parque vehicular, el cual, en su inmensa mayoría, sigue siendo movido por combustibles fósiles derivados del petróleo.
Las soluciones prácticas e inmediatas para alcanzar una revolución verde en Costa Rica son dos. Una de ellas es encauzar las fuerzas de una política de mercado verde para que, mediante estrategias fiscales y decisiones políticas, el país migre aceleradamente de un parque vehicular movido por petróleo hacia el transporte eléctrico u otras tecnologías limpias, sin desconocer que debe estimularse la investigación tecnológica que aspira a usar el hidrógeno como combustible.
La segunda estrategia tiene que ver con la modernización de la matriz energética limpia. La estadística demuestra que la vida útil de las plantas hidroeléctricas se encuentra dentro del rango promedio de entre los 70 y no mucho más de 100 años.
Desde ya debemos definir el futuro de nuestra producción energética limpia, y en este país, el futuro está en las fuentes de energía como la mareomotriz, o sea, la derivada de la fuerza de las corrientes marinas, que es de las que menos huella de carbono originan.
Igualmente hay otras, como la eólica y la solar, aunque, en el caso de la segunda, solo es amigable cuando los paneles se instalan en los techos; en tierra fértil o virgen, genera una huella inconveniente.
Si bien es cierto que no podemos darnos el lujo de Marruecos, donde existen enormes extensiones de paneles solares en el desierto, sí tenemos suficiente mar territorial para que su energía sea nuestro futuro.
El autor es abogado constitucionalista.