En esas noches en las que no se puede dormir sin que exista una razón aparente, llegan a la mente recuerdos que van tejiéndose como memorias. Se unen imágenes dispersas de lo vivido y se busca reconstruir el pasado como sentido, como experiencia de algo mayor que lo simplemente acontecido.
Por eso, las memorias se tejen a partir de preguntas no respondidas o de críticas a lo que antes se pensaba resuelto y ya comprendido. Recordar es solo fijarse en un instante, mientras que la memoria es describir un recorrido, es hallar otra vez un motivo.
Los recuerdos son vivenciales; las memorias se celebran en la conversación o en la intimidad de un alma que gusta de la charla con ella misma. La memoria es imaginación, el producto de un telar que, a partir de hilos de colores y texturas diferentes, va creando algo que no existía pero que comienza a definirse como reconocible, como un patrón o retrato hecho de muchos puntos luminosos u oscuros que, combinados, ofrecen la imagen de un rostro.
La memoria nos retrata, ofrece un marco a lo que pensamos ser, y nos permite mirarnos como si no fuéramos nosotros mismos. Por eso, también es juicio, percepción del envejecimiento de cada historia e individuo.
Las memorias, como obras esculpidas en diferentes momentos, nos muestran los rasgos cambiantes, las cicatrices nuevas y las miradas que se suceden. Construir una memoria es como rehacer los ojos para mejorar la visión y, si es necesario, para colocarles delante unos lentes que ayudan a enfocar mejor los contornos de nuestro devenir.
Pasajes de nuestra historia
Es como pasar las páginas de un álbum de fotos familiar. Las gentes van cambiando, los pequeños crecen, los grandes comienzan a empequeñecerse y empiezan a desaparecer inexorablemente algunos rostros que hubiesen sido fidedignos testigos oculares de nuestras vidas, pero su ausencia ya no es solo fotográfica.
Al mismo tiempo, otras caras, a veces más jóvenes, a veces fortuitas, a veces esporádicas y otras que resultan permanentes, aparecen como por magia en la sucesión de las páginas de aquel álbum. Son las sorpresas de la vida, que en virtud de la amistad parecen ocupar nuevos espacios creados por lo vivido.
En las memorias siempre aparecemos nosotros como protagonistas de emociones y sentimientos. Los recuerdos nos ayudan a entrar en aquello que una vez experimentamos, y hasta nos ayudan a percibir otra vez olores, texturas, reacciones físicas y ruidos.
Unirlos en los lazos de la memoria nos permite decidir si queremos experimentar otra vez lo pasado, si lo vivido nos resultó útil o se volvió vana ilusión, si seguimos la senda diseñada o nos vamos a otra bifurcación. El recuerdo es un instante, la memoria es el tiempo y la historia contada es la razón del porqué algo fue importante.
Podríamos pensar, entonces, que hacer memoria es disponerse a ser creativo e imaginativo. Ella nos encauza hacia el futuro porque pondera lo que fuimos y nos reafirma en lo que somos. Esto, necesariamente, nos abre al futuro, porque al dejar de lado lo que la memoria nos obliga a desvalorizar, recomponemos nuestras opciones y motivaciones. Y, si por acaso otra memoria nos obliga a desandar la vía escogida, el recuerdo nos vuelve a iluminar para no perder nada de lo vivido y volver a considerar lo omitido como fuente de sabiduría o de caída.
Mundo ficcional
No hay duda de que la ficción es también parte de nuestras memorias. A veces, esta resulta más importante que los hechos, porque nos permite dar colorido y crear una aurora de milagro en torno a la vida.
Sin ese ingrediente de flexibilización de lo sucedido, se pierde la magia de dar razones, de crear imágenes y metáforas que nos ayudan a presentar la misma existencia como aventura y desasosiego, como riesgo asumido y como pasión por construirnos.
La ficción en nuestras memorias nos conduce a plasmar aquello que somos hoy, lo que nos hace reír o sufrir. Porque la memoria se hace para contarla y, no en raras ocasiones, al narrarla se vuelve a reformular el sentido y el contenido del recuerdo.
La memoria es palabra que cuando se expresa adquiere vida propia, porque en la interacción con el que escucha, en sus gestos y en sus ojos, se puede vislumbrar la chispa que genera una vida compartida que ilumina también la ajena.
Es en la comunicación de memorias donde comenzamos a ser pueblo, amigos, familia y hermanos. Compartir la memoria es entablar un diálogo con lo más certero y con lo incierto, con nuestra propia ambigüedad y nuestra capacidad de fallar.
También es un cómic
Por eso, la memoria no deja de ser una irónica caricatura nuestra, que elimina el tono solemne de nuestro haber vivido sin haberlo pensado mucho. Pero todo ello favorece la crítica al propio yo, al mismo tiempo que nos hace cercanos a aquel otro que, como individuo, también se sabe incompleto.
Este es el mejor remedio para la petulancia cegadora de la nimiedad de nuestro orgullo, que nos aleja del compartir alegre y de la fiesta de lo absurdo.
Contamos nuestras memorias, rehechas casi en el instante, porque nos remiten al futuro de lo todavía inexistente. Pero está allí, ya como creación imaginativa, ya como deseo de entrega o como indomable motivación para cambiar con el tiempo.
Es extraño: comunicarnos de esa manera implica sentirse otra vez vivo en el pasado y existente en el futuro. Nos parece experimentar en la carne mundos fantásticos todavía en ciernes de creación. Tal vez sea porque nos sentimos caos que comienza a adquirir orden a través de la palabra que crea y llama a la existencia de las cosas.
Recuerdos que se transforman en palabras, vidas pasadas que vuelven a estar presentes, aunque la muerte nos haya separado; sueños que se realizan, a pesar del infortunio; y deseos que se purifican con el fuego de los fracasos que nos hacen avanzar.
Proceso de transmisión
Así son las memorias que tienden a permanecer, incluso cuando el que las ideó ya dejó de existir. Pero cuando una vida se logró transmitir con palabras a otro, se transforma en recuerdo que alimenta el alma ajena con la luz de lo compartido. Al escuchar, imaginamos y así experimentamos en nuestra mente lo que no tuvimos oportunidad de vivir, pero que se vuelve nuestro cuando la sinceridad del otro se transforma en donación de experiencia y de orientación.
No hay duda de que contar memorias es una experiencia en sí misma, una oportunidad para sentir y para atesorar. Ese contar también se puede convertir en parte de nuestra propia memoria, porque podemos incluirlas en nuestra narración existencial, como parte de nuestro camino y transitar.
Así, memorias enriquecidas con los retazos de otras memorias ajenas nos permiten encontrar nuevas posibilidades y descubrir sueños y ansias comunes. Son como destellos de utopías por alcanzar en travesías nuevas, o como caminos apenas inaugurados por las palabras escuchadas y acogidas.
Tenemos que evitar el engaño de pensar que tener una memoria implica solo encontrarnos con lo placentero y lo querido. En la experiencia, lo doloroso y lo perdido nos hacen caer en la cuenta de lo necesario que es dejar de lado las falsas ilusiones de una vida perfecta.
También el llanto es celebración de la memoria, es parte de nuestro hacer palabras del dolor que una vez experimentamos, el rencor que todavía vivimos o el ardor de las heridas no curadas.
Un peso menos
Porque memorar es lo contrario de olvidar o renegar. Si bien nos es permitido ironizar esos momentos malos en nuestro relato, lo cierto es que cuando se hilvanan los recuerdos dolorosos en lo que comunicamos, nos vamos liberando del peso de una carga que llevamos en la soledad más recóndita del alma.
El dolor no es sinónimo de desilusión, ni causa de aniquilación. Es solo sentimiento que nos empuja a construir nuevos cimientos para la existencia y a botar los falsos muros que protegen nuestro egoísmo y ocultan la violencia de la que somos capaces.
La memoria también nos presenta ante los demás como dictadores irracionales, que en actos de desesperación son capaces de atormentar y humillar. Esa es parte de nuestra historia, de la razón por la cual es necesario volver a sentir el recuerdo de lo que no queríamos ser, para purificarnos del mal que generó en nuestro espíritu.
Con todo, la vida es aquello que va sucediendo en nuestro actuar, en lo ajeno, en lo cercano y en lo lejano. Es combinación de tantas cosas grandes, pequeñas, importantes o vanas, que suceden en incontrolada ebullición, pero que vale la pena rememorar y celebrar, compartir y narrar. Porque, al fin y al cabo, la memoria es el resultado de lo que somos. Y es ver las estrellas en esas noches de insomnio, cuando los recuerdos inundan el cuerpo y la mente entreteje la trama de su memoria.
El autor es franciscano conventual.