Los países aliados de Estados Unidos, que estaban horrorizados ante la creciente disfuncionalidad de la democracia en este país, pueden respirar aliviados tras la sorprendente acusación formal contra el expresidente Donald Trump ante un gran jurado en Nueva York, por cargos relacionados con el soborno pagado a la actriz pornográfica Stormy Daniels.
En otra victoria (aunque menos trascendental) para el Estado de derecho, un tribunal del distrito de Columbia confirmó el pasado 28 de marzo la extradición del expresidente peruano Alejandro Toledo, detenido hace cuatro años y acusado de blanqueo de capitales y sobornos relacionados con la constructora brasileña Odebrecht.
Independientemente de los resultados, el hecho de que ambos exmandatarios vayan a ser juzgados debería contribuir a restablecer la confianza en el compromiso de los Estados Unidos con la defensa de la democracia, dentro y fuera del país.
Sin duda, aliados democráticos como Francia, Taiwán y Corea del Sur habían acusado e incluso condenado a exjefes de Estado. No obstante, la acusación contra Trump —la primera contra un expresidente o un presidente en ejercicio de los Estados Unidos— marca un hito.
Aunque la acusación aún está sellada y se desconoce el contenido del caso presentado por el fiscal de distrito del Condado de Nueva York, Alvin L. Bragg, ningún fiscal de distrito o gran jurado estatal acusaría a un expresidente excepto por un delito grave.
Seguidilla de acusaciones
Algunos, especialmente Trump y sus partidarios, restan importancia al caso (“travesurillas sórdidas que llevan a pequeñas infracciones sórdidas”). Pero se equivocan. Aunque intencionalmente no se especifiquen los cargos concretos de delitos graves, lo más probable es que Trump fuera acusado de violaciones referidas al financiamiento de campaña u otros tipos de fraude, tal como ocurrió con su “facilitador” y abogado de siempre, Michael Cohen, quien en agosto del 2018 se declaró culpable de organizar el pago a Daniels y fue condenado a tres años de prisión (que transcurrieron mayormente en confinamiento domiciliario).
Dado que la acusación formal tiene lugar en el estado de Nueva York, Trump no puede contar con un futuro indulto presidencial que lo salve, y mucho menos autoindultarse si llega a convertirse nuevamente en presidente. Además, dado que este caso puso de relieve cuando menos otro pago ilegal, esta vez a una exmodelo de Playboy, Karen McDougal, probablemente no lo ayudará a recuperar el voto femenino, que perdió por 15 puntos en el 2020.
Al igual que los Estados Unidos, Perú también está tratando de hacer que quienes ocupan altos cargos políticos rindan cuentas por sus actos. En la misma semana en que se acusó formalmente a Trump y se concretó la extradición de Toledo, fiscales peruanos anunciaron que estaban investigando a la actual presidenta, Dina Boluarte, y al expresidente Pedro Castillo, igualmente, por presuntas infracciones en el financiamiento de campaña durante las elecciones presidenciales del 2021. Cada uno de los seis presidentes peruanos elegidos desde 1990 está en la cárcel, estuvo en la cárcel o enfrentó una orden de detención.
Antes de que se autorizara la extradición, muchos peruanos supusieron erróneamente que los EE. UU. protegerían a Toledo, quien antes fue profesor visitante en la Universidad de Stanford (su alma mater) y quien se había esmerado en cultivar una imagen como símbolo de la democracia. (Desde entonces, Stanford rompió lazos con Toledo, aunque algunos profesores pueden seguir apoyándolo). Del mismo modo, muchos estadounidenses también creían que Trump nunca sería acusado y aún dudan de que se estén preparando más acusaciones.
Trump y Toledo
En ambos casos, era fundamental una aplicación imparcial de la ley. Aunque los antecedentes, personalidades e identidades partidarias del combativo Trump y del menos conflictivo Toledo no podían ser más disímiles, ambos usaron tácticas similares para eludir el debido proceso.
Los dos mandatarios afirman ser víctimas de una persecución política, utilizando en su contra sus respectivos sistemas judiciales. Los partidarios de Trump han argumentado que la acusación formal contra este demuestra que los EE. UU. son ahora una “república bananera”, mientras que Toledo afirmó que Perú ya no podía considerarse una democracia.
Ambos demuestran asimismo un descaro asombroso en sus esfuerzos por evitar ser llevados ante los tribunales. Toledo afirmó en una ocasión que sus supuestos fondos ilícitos procedían de reparaciones del Holocausto concedidas a su anciana suegra judía (parece que ahora abandonó este argumento). Y, en un caso distinto de fraude a cargo del fiscal general de Nueva York contra Trump y su empresa, los abogados de Trump solicitaron hace poco al juez que retrasara el proceso programado para octubre porque necesitaban más tiempo para revisar el cúmulo de evidencias (este pedido fue denegado).
Pero ahí terminan las semejanzas. Mientras que el pasado de Toledo como defensor de la democracia en Perú añade un matiz conmovedor a su caída en desgracia, Trump siempre ha sido excepcionalmente peligroso. Tras pasar de ser meramente un admirador de los autócratas a presentarse en las elecciones presidenciales del 2024 como un candidato abiertamente fascista, Trump actualmente plantea un peligro claro y presente para la gobernanza democrática en todo el mundo.
Pese a su retórica extremista y su promoción de la violencia política, algunos opositores tienden a enfrentarlo como un embaucador estrafalario o un bufón ignorante, enfocándose en su estilo antes que en la esencia de su mensaje.
Cuando el poder del líder parece estar en peligro, el manual de tácticas fascistas impone el amedrentamiento del enemigo. La acusación formal contra Trump probablemente generará más mentiras y amenazas desquiciadas. Además de jactarse de su infalibilidad, Trump echa mano de elementos de auténtica retórica fascista.
Califica a sus detractores de “enemigos del Estado”, recurre a alusiones veladas antisemitas (afirmó falsamente que Bragg fue “elegido y financiado por George Soros”) y exhibe un racismo pasmoso (Trump calificó de “animal” a Bragg, el primer fiscal afroestadounidense de Manhattan) y acusó a sus oponentes de ser “gente enferma”.
La democracia estadounidense se encuentra en grave peligro, amenazada por el extremismo interno, las teorías de conspiración y un discurso de odio. El Partido Republicano está recurriendo cada vez más al nacionalismo cristiano blanco, y uno de cada cinco republicanos y el 13 % de los demócratas creen que “en los tiempos que corren” la violencia política está justificada.
Pero algún día la acusación formal contra Trump podría ser recordada como un punto de inflexión, especialmente si pronto otras le siguen. Al fin y al cabo, tal como lo demuestran los procesos judiciales que enfrentan los expresidentes de Perú y Estados Unidos, lo que separa las democracias de las autocracias es la capacidad de preservar el Estado de derecho y de imponer a los poderosos la obligación de rendir cuentas.
Terry Lynn Karl es profesora emérita de Ciencias Políticas del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Stanford.
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