Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, el monarca convocó a su consejo de sabios para pedirles que fraguaran un plan para contrarrestar la baja popularidad que carcomía a la Corona.
Los cortesanos acudieron al magno encuentro, a sabiendas de que el asunto estaba complicado, porque la relación del soberano con su pueblo se venía deteriorando día tras día.
Así lo evidenciaba la cada vez menor concurrencia ciudadana a los insípidos cabildos semanales del gobernante, donde este solía lanzar insultos, falsedades y contradicciones.
En realidad, los habitantes del reino habían caído en cuenta de que tanta verborrea no solucionaba los problemas cotidianos. Su descontento empezó a notarse más en las encuestas y posteos (mensajes colgados en los postes), que alguna vez fueron territorio dominado por troles reales.
Además, manifestaciones y marchas comenzaron a circundar los jardines del palacio, mientras los participantes exigían mayor atención a sus reclamos.
Pese a las promesas hechas por su majestad al asumir el trono, resultaba complicado conseguir trabajo, la pobreza seguía estancada y el precio de los alimentos estaba por las nubes. La construcción de puentes y caminos estaba prácticamente paralizada, no había una ruta clara sobre educación y bandas de forajidos sembraban el terror en toda la comarca.
Para echar más leña al fuego, de la Corte se filtró que el rey preparaba un edicto para enviar a sus recaudadores a cobrar nuevos impuestos. En ese ambiente enrarecido, los asesores del monarca tuvieron una idea perversa: ¿Por qué no lanzar una cortina de humo para distraer la atención del populacho?
“¡Démosle circo!”, propuso uno. “¡Fabriquemos un chivo expiatorio y quemémoslo en la hoguera!”, sugirió otro. “¡Inventemos un escándalo!”, clamaron entre todos.
Una vez convenida la estratagema, era cuestión de encontrar uno o varios temas que produjeran el suficiente revuelo para desviar el interés y crear nuevos temas de conversación.
“¿Si decimos que vamos a vender el Banco de la Corona?”. “¿Si acusamos de traición a senadores, jueces, intelectuales y ‘raportistis’?”. “¿Qué tal si montamos un caso de fraude?”. “¿Qué tal si decimos que alguna institución está en quiebra?”.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, pero no cabe duda de que siempre es bueno mantener agudizados los sentidos.
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El autor es jefe de información de La Nación.