Las muchas guerras que envuelven al mundo, multiformes como son, en realidad se asimilan a dos grandes categorías.
Hay guerras tradicionales: por poder, territorios, recursos, zonas de influencia y dominios caudillistas, étnicos, ideológicos o religiosos. Son las que con mayor frecuencia han movido los hilos de la historia, y arrojan saldos pavorosos.
Pero también hay guerras de narcos, piratas, maras y traficantes de seres humanos; guerras monetarias, terroristas, cibernéticas, culturales, de apps, algoritmos, marcas e identidades personales. Son las guerras típicas de la (¿post?)modernidad. Se vinculan menos al poder formal y más al poder representativo y simbólico, con dinámicas asimétricas.
En las guerras tradicionales, las fuentes de poder responden a nombres y apellidos claros; por lo regular, de Estados, grupos o instituciones con direcciones jerárquicas y físicas. Es posible dirigirles invasiones, negociadores o acusaciones, con la certeza de que llegarán a sus destinatarios. Las nuevas guerras –o, al menos, muchas de ellas– se desarrollan en medio de gran fluidez y dispersión. Casi son líquidas.
¿Dónde están el “estado mayor” y las estructuras jerárquicas de los carteles mexicanos, los hackers multinacionales, los piratas somalíes, los terroristas islámicos o los falsificadores de marcas? ¿Cómo saber si la devaluación del yuan pretende abaratar los productos chinos o acercar su moneda al valor de mercado? ¿Con quiénes negociar salidas prácticas y sostenibles a la violencia pandillera en El Salvador, Honduras o Guatemala? ¿A quiénes capturar para poner freno a las bandas narco criollas?
Las respuestas son complejas y la posible solución, paradójica: para “ganar” o administrar las nuevas guerras hay que superar el paradigma bélico. No basta con tratarlas como enfrentamientos puntuales, sino como procesos conflictivos que exigen respuestas orgánicas y de largo alcance.
Los modelos de “guerra” al narcotráfico, las maras, el terrorismo o los asaltantes cibernéticos no han logrado controlarlos, y quizá los hayan multiplicado.
Para países que, como el nuestro, están atrapados geográfica y conceptualmente en esos abordajes erróneos, el margen de maniobra es reducido. Pero, al menos, debemos estar conscientes de sus debilidades e insistir en superarlas.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).