Donde predominan la corrupción y su pareja la impunidad, no existe libre juego económico ni posibilidad de competencia para el empresario eficiente y honesto que se encuentra fuera de las redes del poder.
La corrupción convierte la competencia en un juego con los dados cargados y, en este proceso, los corruptos, además de acumular capital se tornan en el modelo de empresario exitoso que consolida su influencia y poder.
Erradicar o reducir al mínimo los ámbitos donde opera la corrupción en el mundo empresarial y público es un requisito para el desarrollo y la construcción de un tejido social sano en Latinoamérica. Pero no será posible mientras se pretenda combatirla como un problema moral de personas en vez de un sistema social sobre el cual debe actuarse para romper los círculos viciosos.
La visión moralista ve solo personas en los gobernantes, que deben mostrar requisitos éticos, así como funcionarios que requieren detallados controles en los procedimientos. En este sentido, se propone entronizar «salvadores» en el gobierno y se establecen, por una parte, normativas complejas de control y, por otra, leyes severas para desalentar las contravenciones y delitos.
En la práctica, las normativas reguladoras se convierten en obstáculos paralizantes de la gestión pública. En lugar de transparencia, promueven la corrupción para solventar los trámites en los procedimientos.
Las penas mayores para castigar las contravenciones y los delitos, que deberían actuar en el comportamiento de las personas, aparte de ser frecuentemente desproporcionadas, no las acompañan mecanismos de control y cumplimiento, lo que las convierte en una especie de saludo a la bandera, que debilita el régimen de derecho. Por ejemplo, multas de ¢300.000 por botar desechos en calles saturadas de basura desmoralizan al ciudadano y atentan contra el prestigio de la ley. La impunidad y la corrupción, en este caso, se fortalecen recíprocamente.
Otro enfoque. Es preciso cambiar el enfoque individualista y reconocer la corrupción como lo que es: un sistema que debe ser enfrentado como tal, esto es, con algunos cambios que prioricen el interés público sobre el interés procedimental, faciliten la ruptura de círculos viciosos y fomenten la construcción de círculos virtuosos en un proceso acumulativo que reduzca al mínimo la impunidad y permita, con sus logros, fortalecer la autoridad reformadora.
Los sistemas no cambian por decreto, aunque requieren condiciones para transformarlos, que se encuentran, hasta el momento, sin aprovechar.
El artículo 11 de la Constitución demanda de los funcionarios una evaluación por resultados con responsabilidad personal. Una vía expedita para exigir una revocatoria del cargo cuando este no cumpla. Pero, aunque es una exigencia constitucional aprobada en el año 2000, ha sido ignorada por conveniencia de los jerarcas y de las autoridades contraloras, que prefieren enfocarse en detalles.
Esta vía se suma a una moratoria de la normativa paralizante de la gestión pública, labor que debería ser ejecutada de manera célere, en caso necesario, por un tribunal especial de transformación institucional.
Son dos condiciones básicas para comenzar la transformación del sistema político, ubicado dentro de una labor acumulativa, en la que los ámbitos locales, regionales o sectoriales promuevan su expansión.
En este sentido, conviene analizar las primeras etapas de gestión local y regional de Bukele en El Salvador, donde la demostración de que se puede gobernar sin robar y con eficiencia le valieron el apoyo creciente que lo condujo a la presidencia de la República.
Herencia colonial. A las repúblicas de nuestra América, desde la independencia, les faltan contrapesos sociales que equilibren los gobiernos. Recordemos que después de la independencia fueron los criollos quienes asumieron el poder y no las comunidades indígenas o los esclavos.
Por otra parte, heredamos una tradición centralista, según la cual las cosas se resuelven en «las cortes», sin controles ciudadanos. En otras palabras, tenemos más similitud con un capitalismo de amiguetes, en el cual prosperan la corrupción y la impunidad, que con una república poseedora de pesos y contrapesos ciudadanos.
Cambiar este estado de cosas no se logra buscando salvadores con un foco, sino transformando el sistema para que, por medio de políticas incluyentes y descentralizadas, sin espacio para la impunidad, transformemos nuestros Estados.
De otra forma, América Latina retrocederá, y nosotros con ella, en la comunidad de naciones. El famoso caso Cochinilla no tiene nada de original; es una reproducción del resonado escándalo Odebrecht, que afectó a casi todos los países del continente.
Si no se producen cambios con miras a que el empresariado creativo y honesto se desarrolle y tome posiciones en el mundo económico y político, y que las comunidades ejerzan controles locales, permaneceremos en el ámbito del capitalismo de amiguetes, en el que los escándalos duran unas semanas. Posición que, a falta de alternativas de transformación sistémica, deriva, como en São Paulo, en la reinstalación de los corruptos en el poder.
En esa ciudad, donde se construyeron muchas obras públicas, Paulo Maluf fue dos veces alcalde. Acusado de corrupción, no fue reelegido. No obstante, como sus opositores, una vez en el gobierno, se desgastaron en luchas internas y descuidaron la infraestructura, él se lanzó de nuevo y ganó después de afirmar que «robaba, pero hacía».
Que no nos pase, por falta de decisiones para el cambio institucional de fondo, algo así en un futuro próximo con un narco cada vez más posicionado y fuerte.
El autor es sociólogo.