Escucha: una palabra fea para un sentido prodigioso. Cuando oímos, convertimos lo invisible (el mundo de los sonidos) en lo real-imaginado y, luego, en lo real-vivido. Aun cuando estemos de espaldas al origen de un ruido, la mente lo traducirá en una imagen y le asignará un sentimiento: ¿Miedo por un peligro que nos acecha? ¿Alegría por un ser querido? Por ello, es un sentido multiplicativo por excelencia: a partir de un solo sonido somos capaces de poblar nuestra mente de imágenes y significados.
La secuencia de lo real-imaginado-vivido implicada en la traducción desde lo invisible puede jugarnos malas pasadas. La primera impresión de un sonido puede hacernos equivocar: imaginamos una cosa, la sentimos como verdadera y actuamos en consonancia, pero luego descubrimos que la realidad no era tal. Por ello, es el sentido más impulsivo: esos significados que imaginamos son resortes irreflexivos de nuestras acciones sociales.
Desde la Grecia clásica se sabe que los sonidos y la matemática están muy ligadas entre sí. El sonido de cada nota musical puede expresarse como un número que indica la frecuencia de una onda sonora, y la distancia entre dos o más notas, como intervalos que dan como resultado proporciones matemáticas. La belleza puede ser denotada con algoritmos.
Cuando la sordera sume a las personas en el silencio, muchas se aíslan socialmente y los demás tienden a ignorarlas. Algunos excepcionales, como Beethoven, siguen creando un mundo interno de sonidos y hacen música tan bella como compleja, aun cuando su sordera los refugie en la soledad.
Por la complejidad del sentido de la escucha, no es fácil domesticar su poder prodigioso. Los sonidos tienen significados que guardamos en la memoria: algunos son placenteros y nos gusta volver a oírlos; otros nos repelen y, cuando los escuchamos de nuevo, bajamos la cortina sin más para evitar el disgusto.
En esa reacción instintiva, no educada, está la gran amenaza para la convivencia pacífica entre gente distinta y la gran oportunidad de manipulación de quienes abogan por «limpiar» la sociedad de los diferentes. El pluralismo es imposible sin abrir el sentido de la escucha, pues implica dar chance a los sonidos que no nos gustan, hacer una suspensión del juicio y luego aplicar la razón. Por ello, refugiarnos en el mundo de los sonidos placenteros puede desatar los monstruos de la intolerancia.
El autor es sociólogo.