Paul Krugman en su libro de 1990, The age of diminished expectations, comentaba que existen tres clases de textos económicos.
La economía en griego: la propia de las revistas especializadas; es formal, está llena de ecuaciones con parámetros representados por letras del alfabeto griego y asume una formación rigurosa por parte de sus lectores. La economía de aeropuerto: la propia de los best sellers (exhibidos, según Krugman, con frecuencia en las tiendas de libros de los aeropuertos) que suelen predecir una catástrofe o una era inusitada de prosperidad. Por último, la economía de sube y baja: la propia de los periódicos; se dedica a informar la subida y la bajada de ciertos indicadores.
Dando cuenta de que las noticias y los best sellers viven de la diseminación masiva, nos topamos con un reto: ¡Casi nadie habla griego! Y si bien esto no parece problemático, lo cierto es que la economía en griego no solo es el principal fundamento de las otras dos, sino también es la base de los argumentos más persuasivos a la hora de promover una determinada política económica. En consecuencia, existen dos vías a través de las cuales la falta de grecoparlantes se convierte en un riesgo nacional.
En primer lugar, tenemos el desconocimiento en términos absolutos. En una investigación del 2021, The limits of empathy, estudiaba un factor teórico poco admitido en la economía conductual: que, si las preferencias de los individuos son irracionales, las preferencias agregadas heredan la irracionalidad.
Y en el mismo sentido, cuando la población ignora hechos económicos fundamentales, es normal que sus representantes políticos, siendo una suerte de muestra de dicha población, también ignoren esos hechos e instauren medidas que lo reflejen.
Este vicio se refuerza a sí mismo: la población valida tácitamente las decisiones de la muestra al no saber cómo exigirles otras mejores. No es mera especulación; como documenta María del Carmen Román Delgado, en su tesis doctoral del 2019 (La enseñanza de la economía), en la Unión Europea los países miembros que poseen formación económica como parte del sistema de educación obligatoria se recuperaron de la Gran Recesión con mayor rapidez.
Desconocimiento
En segundo lugar, tenemos el desconocimiento en términos relativos; el asunto de los traductores maliciosos. En cualquier entorno de información asimétrica, la parte mejor informada busca aprovechar su ventaja. Quien dispone de formación económica suele sacar provecho de quienes no la poseen; puede hacer pasar por probidad su avaricia y por ley científica su obcecación ideológica.
¡Y es que este incentivo perverso es tan viejo como el tiempo! Por ejemplo, El príncipe de Maquiavelo es un producto de su época. Los siglos XVI y XVII estuvieron llenos de manuales que pretendían enseñar a los políticos la buena gobernanza. Así que, como no podía ser de otra forma, surgieron manuales intentando enseñar la buena política económica.
Por desgracia, muchos de sus autores eran mercaderes que solo perseguían el establecimiento de un régimen arancelario que perjudicara a sus competidores, una intención que camuflaban de filosofía. Esta etapa de “pensamiento económico” es lo que la historiografía conoce como mercantilismo.
Pero ¿cómo hacer que más gente hable griego? Hay quien piensa que la respuesta es un curso de introducción a la economía en la enseñanza secundaria, como parece colegirse de la tesis de Román Delgado. No obstante, considero que esta solución es incompleta porque exime de toda culpa a los economistas: otra forma de reclamar más canales de comunicación sin haber aprovechado a cabalidad los existentes. Una solución completa no debe ignorar la distribución de esfuerzos de la profesión.
Carencia de divulgadores
En concreto, la economía en griego avanza a un ritmo estrepitoso: sus instrumentos y jerga son cada vez menos familiares para quien no haya recibido educación institucionalizada en economía o un área afín. Lo que no ha experimentado un despunte semejante es el de la cantidad de economistas dispuestos a transmitir los hallazgos de este nuevo herramental a la generalidad de la ciudadanía.
No podemos unirnos al lamento rothbardiano por la desaparición del tratado de principios de economía como forma mayoritaria de hacer ciencia económica, es impráctico exigir a todos escribir en ese registro y desaprovechar las bondades de la especialización. Pero sí podemos hacerlo en el sentido de que es lamentable el decrecimiento de la proporción de autores dispuestos a crear textos crematísticos que cualquier persona dispuesta a seguir el razonamiento y absorber la intuición pueda leer y aun así sentir que aprendió algo nuevo. En una frase: lamentar la carestía de divulgadores en ciencia económica.
En las ciencias naturales abundan divulgadores; en la economía son mucho más escasos. Se necesitan economistas que traduzcan del griego al lenguaje de aeropuerto y que hagan entender a todos que sus mensajes son tan influyentes en el día a día como los indicadores de sube y baja.
En general, se necesitan divulgadores en ciencia económica que eviten el engaño, precisamente, de algunos especialistas en ciencia económica (y la ingenuidad de quienes creen serlo).
El autor es economista.