Sobre sus efectos, visibles, existe relativo consenso: las importaciones se abaratan, las exportaciones se encarecen y su competitividad se reduce. Esto golpea a una parte muy importante de nuestro tejido productivo, con reducción inmediata en crecimiento, ganancias y empleos, y erosión de su viabilidad a mediano plazo. El gran debate se concentra en sus causas y, según se las defina, qué acciones tomar o, en un extremo, si es necesario tomarlas.
No tengo licencia de economista, pero me atrevo a la siguiente afirmación: el problema, muy serio, responde a variables diversas y sistémicas. Tienen que ver mucho más con política económica en su sentido amplio que con solo dos aspectos de ella: el cambiario y crediticio. Estos dependen del Banco Central; los otros, de una multiplicidad de impulsos que inciden en el ingreso de dólares. Implican, entre otros, decisiones legislativas y hacendarias (empréstitos y consolidación fiscal), atracción de inversiones, apertura de capitales, aumento en los flujos de turismo y otros servicios y exportaciones de zonas francas.
Por esto, reducir la discusión solo a la política del Central —nunca perfecta y quizá errada a veces—, y su apego a que el tipo de cambio refleje los volúmenes de oferta y demanda de divisas, es un error. Al convertirlo en chivo expiatorio, se pierde la visión macro y se exonera de responsabilidad a otros actores clave, entre ellos el Ejecutivo, y hasta el modelo productivo actual, exitoso pero imperfecto.
Peor aún es partir de esta visión para tratar de replantear su misión, reflejada en las metas de inflación, y extenderla a impulsar el empleo, otra variable de causas múltiples. Sería como pedirle que maneje apretando a la vez el acelerador (expansión monetaria) y el freno (su control), y abrirlo a más presiones de las que ya soporta.
Lo lógico es una discusión con orientación sistémica, la única que permitirá articular salidas balanceadas.
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El autor es periodista y analista.