El Estado liberal del siglo XIX permitió grandes avances en el desarrollo económico, pero gestó profundas contradicciones sociales y políticas, las cuales llevaron, primero, a la gran crisis mundial de 1929 y, posteriormente, a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial.
Como respuesta a esta hecatombe, surgieron los Estados interventores, por un lado, el fascismo y la economía central planificada en la Unión Soviética (URSS) y, por otro, inspirados en el economista inglés John Maynard Keynes, los Estados de bienestar.
El fascismo se derrumbó con la Segunda Guerra Mundial y la economía central planificada, con el fin de la Unión Soviética. Los Estados de bienestar, diseñados para prestar servicios de educación salud y vivienda, entre otros, desde estructuras burocráticas institucionales, si bien cumplieron su misión inicial, como carecían de controles ciudadanos, con el tiempo se fueron haciendo pesados y cada vez menos eficientes.
Los costos subieron desproporcionadamente mientras la calidad de los servicios se estancaba o reducía. Se generaron desequilibrios fiscales al mismo tiempo que crecía el malestar en los usuarios. Esta situación fue aprovechada en los años 80 por los neoliberales en diversas partes del mundo para impulsar programas de privatización y reducción del gasto público.
Desigualdad y exclusión. En algunos casos, donde había un cierto control sobre la gestión pública, alcanzaron un relativo éxito para la estabilidad fiscal y el desarrollo económico. Pagaron, eso sí, el precio de un crecimiento creciente en la desigualdad y la exclusión social que está resquebrajando el tejido social y desestabilizando políticamente a las grandes potencias.
En otros casos, especialmente en América Latina y la antigua URSS, la privatización se convirtió en una “mesa gallega” o festín con bienes públicos, no resolvió de manera permanente el desequilibrio fiscal y gestó el malestar creciente y la expulsión de la población.
En el caso costarricense, la “mesa gallega” no tuvo el mismo impacto. Aquí se logró una modernización parcial de la economía, pero no del Estado. El incremento de los ingresos se concentró en el sector moderno de la economía haciendo crecer la desigualdad y la exclusión del sector tradicional. Se resquebrajó el tejido social y se profundizaron las diferencias de ingreso y contrastes entre la “costa pobre” marginada y el sector moderno de la economía con apenas el 22 % de la población económicamente activa.
Como reacción a la desigualdad y la exclusión causada por las políticas neoliberales, erróneamente, se han levantado las banderas del Estado de bienestar, basado en la acción de un aparato institucional centralizado y sin mecanismos de coordinación y, lo que es peor, sin control de las localidades y territorios.
Retomar el papel del Estado como ente que asigna políticas públicas incluyentes, que demanda encadenamientos progresivos, atienda la formación de capital humano y social y estimule la innovación basada en las ventajas y el conocimiento locales, es imprescindible.
No obstante, es un desacierto pensar que esto se consigue con la rígida estructura institucional centralizada cada vez más desfasada de las necesidades actuales. Es un serio error político, por el malestar que provocan algunos burócratas que se comportan como dueños de lo público, y técnico porque sin descentralización y control por resultados, en el ámbito local de la gestión pública, esto no es posible.
Se requiere, eso sí, de un Estado no obeso, pero si con autoridad basada en resultados, con políticas económicas que estimulen los encadenamientos de las empresas extranjeras con lo nacional, como lo hace Israel con las transnacionales.
Son necesarios los estímulos para la innovación basada en el conocimiento local, que promuevan la sostenibilidad del medioambiente, incrementen la producción y arraiguen a la población como lo ha hecho la Asociación de Pequeños Productores de Talamanca, el más antiguo y el mayor clúster del país, con 900 productores indígenas.
La dinámica generada por este clúster basado en el conocimiento ancestral no solo incrementó la producción del cacao y el banano, sino que estimuló a los estudiantes y profesores del colegio local a crear una innovadora vacuna contra la monilia del cacao, premiada por Intel entre 1.700 colegios del mundo.
Estado descentralizado con autoridad basada en los resultados. ¿Se puede reformar el Estado costarricense? No solo se puede, se debe reformar para beneficio de todos y de los mismos empleados públicos comprometidos con el desarrollo nacional. Claro, esta reforma no se puede hacer de un día para otro, pero sí se puede desarrollar progresivamente involucrando a las comunidades como en su momento lo hizo el Dr. Juan Guillermo Ortiz Guier, desde San Ramón con el famoso Hospital sin Paredes.
En ese proceso, contando solo con los pocos médicos del hospital, logró incorporar a las comunidades y llegó a crear con recursos locales 161 puestos de salud que se trajeron abajo en poco tiempo las grandes tasas de mortalidad materno-infantil prevalecientes entonces en la región. Por esos logros recibió varios premios de la Organización Mundial y Panamericana de la Salud. Recientemente fue declarado benemérito de la patria.
Entonces, como hoy, se alzaron voces de escepticismo contra la iniciativa de incluir a las comunidades en la tarea de la salud pública. El doctor, con talento y paciencia, hizo caso omiso a los malos augurios, capacitó a un ejército de “enfermeritas” transformando toda el área de salud asignada.
Hoy, como ayer, esta tarea es posible en diversos campos de la política social si se capacita y apodera de organización e información a las comunidades con iniciativas. Pensar que la solución es solo técnica y debe venir de arriba hacia abajo, es actuar con el paradigma equivocado y de seguir por esta vía augura un futuro de conflictos y polarizaciones en nuestro país.
El autor es sociólogo.