Costa Rica, 6 de abril del 2014: el país estalla en júbilo ante el ascenso al poder, con un impresionante 77,79 % de los votos y una participación no tan impresionante, del 56,63 %, de un nuevo actor político que rompe el bipartidismo de Liberación Nacional y la Unidad Social Cristiana y que, por primera vez, insiste en incluir en su ideario —cuando menos nominalmente— a la ciudadanía, Partido Acción Ciudadana (PAC), erigiendo en presidente a quien hizo de la lucha contra la corrupción el caballo de batalla de su campaña electoral y bajo cuyos cascos hoy ha sido aplastado con escándalos como el caso del cemento chino, sobresueldos y tráfico de influencias, entre otros. Luis Guillermo Solís, la gran decepción.
Costa Rica, 1.° de abril del 2018: el país celebra, más prudencialmente —desgastado por el siempre estéril intercambio de improperios— con un 60,79 % de los votos y una participación del 66,46 %, la victoria de quien ocupara en el anterior gobierno ministerios tan rimbombantes como el de Desarrollo Humano e Inclusión Social y el de Trabajo y Seguridad Social (sin grandes logros en su haber, seguramente por su brevedad en ambos cargos), también del PAC, tras una polarización feroz que, con el trasfondo de la religión como mefistofélica arma arrojadiza, concitó los más bajos instintos de una y otra facción en liza apelando ahora a la unidad nacional desde la plataforma de los obligados pactos de gobierno que se vislumbran. Carlos Alvarado, ¿la gran incógnita?
No. Ganara quien ganara, y a pesar de las pasiones desatadas para difuminar la individualidad en el fenómeno que el sociólogo Émile Durkheim definió como efervescencia colectiva, Costa Rica ya sabía la respuesta de antemano: más de lo mismo. Mientras los ciudadanos deleguen su responsabilidad intransferible de conducirse íntegramente a partir de lo concreto en la confortable abstracción de los “políticos”, como si este pequeño gran país lo movieran a ratos unas decenas de diputados y ministros (y otras cúpulas de poder a las que el fallecido José Merino, del Frente Amplio, se refirió como “mafias con la ética de una banda de ladrones” (La Nación, 23/2/12), y no de forma continua sus casi cinco millones de habitantes, ineluctablemente será siempre más de lo mismo.
Los cambios perdurables no vienen desde fuera ni con ruido ni banderas (mucho menos con insultos), sino desde dentro con obras que hablan por sí solas y actitudes éticas fuera de los focos.
El mérito de Costa Rica no radica, desde luego, en sus representantes políticos (dos expresidentes pasaron por la cárcel y otros dos fueron acusados de prevaricación y cohecho, corrupción institucionalizada, memorándum del miedo para forzar el resultado favorable en el referéndum del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos —uno de cuyos artífices fue “santificado” con la embajada ante la Santa Sede—, cables de WikiLeaks describiendo a Costa Rica como democracia disfuncional, pobreza y desigualdad en aumento registradas en cada Informe Estado de la Nación, cierre del 2017 con el déficit fiscal más alto en tres décadas, invasión apabullante del narcotráfico con necesarias connivencias a todos los niveles, récord histórico de criminalidad y suma y sigue), sino en su gente trabajadora y decente. Por lo tanto, para empezar, al césar lo que es del césar.
Cariño por el país. Amo Costa Rica, viví aquí durante un lustro (presencié directamente las campañas de Laura Chinchilla y Luis Guillermo Solís y he seguido muy de cerca la última). Conservo maravillosos amigos e incluso una familia entrañable de Cartago, que también considero mía, tuvo a bien “adoptarme” (saludos, mamá Nícida), pero el país, con grandes potenciales y personas muy bien preparadas, siempre me dolió por sus sangrantes contradicciones e insolidaridad latente entreverada de “pura vida” a modo de festivo aturdimiento.
Conozco bien, por ejemplo, los casos de una anciana que no se perdía manifestación en pro de la justicia social que se le cruzase por delante, ensalzada públicamente, en consecuencia, como incansable activista, que ni siquiera pagaba el sueldo mínimo a su empleada doméstica y transigía con el abuso si lo cometían sus parientes, o el de un empresario que denunciaba enérgicamente los robos del gobierno, pero recurría a toda clase de triquiñuelas para practicar la evasión fiscal camuflada de ingeniosa ingeniería financiera, o el de un grupo de respetables profesionales establecidos como asociación de bioética que murió apenas nacida por sus egos y comportamiento cainita, o el de sacerdotes con resabios medievales que predicaban la pobreza en sus sermones y vivían a cuerpo de rey “educando” a jóvenes en riesgo de exclusión social, o el de una mujer que a la entrada de su casa había instalado en un atril una biblia gigante abierta ostensiblemente por la página del hermoso salmo 50 (Miserere) y que tenía una de las lenguas más viperinas que he escuchado nunca y era lo más parecido a un demonio de turismo por la tierra.
Todos ellos, sabiéndolo o no, hacían política —como la hacemos cualquiera de nosotros cotidianamente más allá de afiliaciones— en sus respectivos ámbitos, ¡y de qué manera! Lo peor de todo es que no advertían incongruencia alguna en su proceder: habían normalizado lo anormal (lo que, no por ser habitual, no deja de ser, efectivamente, menos anormal). En todas partes cuecen habas, pero nada mejor que atender el primer hervor de las propias para evitar quemar la cocina entera.
Grupos organizados. La política tradicional, afortunadamente al descubierto en sus miserias en virtud del periodismo de investigación y la acción de la justicia, ha demostrado su agotamiento como motor de cambio de las sociedades. En contraposición, los grupos organizados de ciudadanos encarnan nuevas fuerzas de gobernabilidad capaces de transfigurar por completo el tejido social desde lo micro hasta lo macro.
América Latina, la región más desigual del planeta, ofrece modelos iluminadores: en México, la comunidad indígena purépecha de Cherán en el estado de Michoacán expulsó en el 2011 a la clase política, podrida hasta la médula, para coordinarse mancomunadamente bajo el liderazgo de las mujeres, deshaciéndose, asimismo, de mafias, policías y madereros inicuos, recuperando sus bosques, anulando la delincuencia y constituyéndose en un referente esperanzador de autogobierno; en Bolivia, el llamado Proyecto Cebra, surgido en el 2001, ha ido mucho más allá de crear conciencia cívica en la caótica capital de La Paz gracias a voluntarios disfrazados de cebras que obligan a los agresivos conductores a respetar los derechos del peatón, ha sido declarado patrimonio inmaterial de la ciudad e incluso ha plantado cara al eternizado Evo Morales como alternativa política.
En Colombia, Medellín es un paradigma mundial de resiliencia y transformación —de feudo del narco a urbe de cultura y diseño— simbolizado en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, inaugurado en 1991, dos años antes de la muerte de Pablo Escobar, como revulsivo a la violencia que por ese entonces azotaba las calles y que fue respondida y vencida con versos (entre otras muchas medidas fundadas por ciudadanos de a pie y apoyadas por funcionarios comprometidos). El concepto liquid feedback, basado en la democracia líquida, altera para bien las reglas del juego.
Aviso. El nada desdeñable 39,21 % de votos obtenidos por Fabricio Alvarado es un aviso para navegantes contra la imposición de ideologías e injerencias: la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, emitida el 9/1/18, de legalizar el matrimonio homosexual, azuzadora de divisiones que recrudecieron la campaña electoral atentando claramente contra la fe cristiana mayoritaria en el país, debería dirimirse en un referéndum.
Una cosa es garantizar los derechos legales de toda pareja independientemente de su opción sexual y otra muy distinta auspiciar una agenda gay que, tal como alerta quien fuera asesora en políticas de formación del Departamento de Educación de Estados Unidos, Charlotte Thomson Iserbyt, tiene el objetivo de colarse como adoctrinamiento en escuelas y colegios, marginando así el insustituible papel de los padres y vulnerando libertades y creencias. Por lo tanto, para seguir, a Dios lo que es de Dios.
¿Qué se puede hacer? No se trata solo de reconocer los problemas, sino de reconocerse a uno mismo en ellos. El excelente reportaje fotográfico de La Nación “Somos ticos” (2012) reflejaba una población prácticamente secuestrada entre rejas, alambradas, vallas, alarmas y candados; una imagen reveladora donde las haya de la prisión interior que impide que la confianza aflore y, con esta, la imprescindible solidaridad para progresar.
El sector agropecuario, otrora locomotora económica de Costa Rica, urge ser motivado entre la juventud y reactivado con nuevas inyecciones de fondos que lo hagan competitivo hacia la tendencia orgánica (¿por qué no sembrar una huerta en cada centro de enseñanza en un país bendecido por la fertilidad de su suelo?), mientras que el sector servicios, aportando más del 40 % de la producción del país y requiriendo de trabajadores altamente cualificados, contrasta con el rotundo fracaso del sistema educativo, tal como recoge en dos estupendos artículos el economista Eliécer Feinzaig (“La tragedia de 70.000 niños costarricenses”, La Nación, 2/4/18 y “La farsa del 8 % para la educación”, La Nación, 6/11/16). Por otra parte, la meta de una Costa Rica carbono neutral en el 2021 se ha aplazado nada menos que para el año 2100. Total, la mayoría estaremos muertos y tampoco habrá manera de verificarla.
Que en este próximo cuatrienio no haya más de lo mismo será mérito, sobre todo, de un pueblo consciente, organizado y proactivo. Y, también, como es su obligación, de los políticos que fueron elegidos exclusivamente para cumplir el mandato de las urnas de servir a ese pueblo, no para servirse de él.
El autor es economista.