Retomo en este texto algunos conceptos que ya había invocado en artículos anteriores. Lo que ha movido al ser humano a promulgar documentos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos es su capacidad para identificarse con el dolor de sus semejantes. Una identificación cordial (del latín cor: corazón).
La operación consistente en identificarme con el dolor del otro —el altruismo— debería de sobreseer la “voluntad de poder”. Tener más peso en nuestro ser. Pero esa “voluntad de poder”, ¿sería un fenómeno natural o una construcción social? Inmensa pregunta.
Para empezar, aclaremos que para Federico Nietzsche no era ni una cosa ni la otra, sino un principio metafísico estructurador de toda su cosmovisión. La definición misma del ser. Toda criatura viviente propenderá, naturalmente, a ejercer la totalidad de su poder en cada momento dado de su existencia. No se contentará con movilizar tan solo una fracción de él: tenderá a emplear todo su potencial, a expandirse, conquistar, invadir, predominar.
El árbol que tiene el potencial de hundir sus raíces hasta la entraña misma de la tierra y extenderla sobre 100 kilómetros de circunferencia no se abstendrá de hacerlo, a menos que lo “enanicen”, lo constriñan, lo “pigmeicen” artificialmente (los bonsái). El depredador que demarca su territorio para la cacería no cederá un centímetro al rival si no es ofreciendo feroz resistencia.
A todo esto, conviene recordar que los seres humanos no somos ni árboles ni leopardos. Hemos instituido una normativa convivencial regida —en los mejores casos— por nociones como ética, respeto, honor, decencia y, la palabra esencial, compasión.
La capacidad de padecer con. Es gracias a esta operación, de la que algunos psicópatas no son capaces, que no hemos todavía permitido que el licántropo que nos habita se salga de su jaula y devore a todo aquel que a nuestro lado pase. Digo “el licántropo” para evocar nuevamente al Homo homini lupus que se le atribuye a Hobbes.
La palabra esencial es, aquí, “simpatía”, no entendida en el sentido superficial con que habitualmente la empleamos. El sympathos (la partícula sym, presente en sintonía, sincronía, símbolo, sinfonía: esto es “vibrar al unísono con”, y la palabra pathos: dolor).
Empatía. El arte de saber sufrir con el prójimo. La identificación — practicar ese curioso ejercicio de transmigración que consiste en ponernos en el lugar del otro y formarnos siquiera una idea de la magnitud de su dolor— y no la disociación, que posibilita la risa como mofa, como burla: imposible reír de alguien que nos genere compasión.
Si un atildado caballero pasa caminando por la acera de enfrente, resbala sobre una cáscara de banano y cae aparatosamente, yo puedo hacer dos cosas: me identifico con él (construyo una rápida imagen mental de su calamidad) y corro a socorrerlo, o me disocio (caso en el cual probablemente me limite a proferir una soez carcajada).
Bergson sostiene que la risa es inconcebible si no es merced a una desensibilización, una desidentificación de aquel de quien reímos (“el mayor enemigo de la risa es la emoción”, nos dice el filósofo). Sería cierto, por lo menos, en el caso de la risa-burla. La carcajada es lo propio de satán (de hecho, la expresión “una carcajada satánica” es un lugar común lingüístico).
Los dioses suelen carecer de sentido del humor y, dada la premisa anteriormente expuesta, resulta fácil comprender por qué. Jesucristo, que dudó, montó en cólera, sintió miedo, fue tentado, sufrió —y aun atravesó una momentánea crisis de ateísmo—, no ríe nunca, a todo lo largo y ancho de su saga-pasión.
Nietzsche soñaba con un dios bailarín. Sí, después de todo, por qué no. Bergson no hablaba de simpatía, sino de “empatía imaginativa”. Es, en esencia, la compasión de los budistas, la caritas cristiana, la commiseratio de Spinoza.
Esa facultad, según Bergson, es una función de la imaginación y permite que nos pongamos en el lugar del otro —la alteridad— y experimentemos el mundo desde su punto de vista. Si no somos capaces de realizar este ejercicio de transmigración espiritual —y de nuevo, no lo lograremos sin la facultad de invocar imagos, esto es, movilizar todo el poder de la imaginación— no lograremos comprender el dolor del prójimo (“el próximo”), identificarnos (del latín idem: igual) con él, y tender la mano socorrista y solidaria. Seremos implacables, inclementes, feroces, despiadados.
La guerra. Conocemos la historia: una inmemorial genealogía de la guerra. Ninguna guerra, jamás solucionó realmente nada. Cada guerra promete ser la última, la “guerra de las guerras”, “aquella que había de venir”. ¿Quién, a estas alturas de la historia, puede creer en tal cosa?
Las guerras se imbrican unas en otras, en una siniestra sucesión, en un cortejo sin fin y sin propósito. Cada guerra no hizo sino diferir, postergar, heredar a las generaciones futuras las heridas aún supurantes de quienes vivieron los anteriores traumas históricos.
Un ejemplo entre mil posibles: la Revolución francesa engendró las campañas napoleónicas, que en buena medida engendraron la Revolución en París de 1848, que engendró la guerra franco-prusiana de 1871, que a su vez engendró la Primera Guerra Mundial, que engendró la Segunda Guerra Mundial, que por su parte engendró la Guerra Fría, que engendró la guerra en Afganistán, que engendró la latente guerra que hoy confronta los mundos islámico y occidental…
Y así seguimos, en una especie de macabro génesis, cada generación tomando el relevo del odio, estallando cíclica e inexorablemente, con periodicidad alarmante y perfectamente predecible. ¡Amigos, amigas: si la guerra hubiese sido la solución, ya no habría guerras! ¡La existencia de la guerra, hoy y siempre, prueba justamente su inoperancia como solución, su fracaso como gestión, su ineficacia para resolver conflicto alguno!
Si la guerra fuese realmente un remedio, no habríamos tenido, en la historia de la humanidad, otra cosa que el asesinato de Abel por Caín: ahí habría finalizado todo (por lo menos, para aquellos que suscriben a la tradición judeo-cristiana). Jamás hubo guerra justa: esto es una aporía, una antinomia, una contradicción en los términos.
Así pues, optamos por la paz. No digo “apostamos” porque la historia no es un casino. Elegimos libre y conscientemente —un adverbio conlleva el otro— la paz. Nos tomó ocho milenios crear la ONU: demasiado tiempo, ¿no creen ustedes?, para por fin entender que no debemos canibalizarnos mutuamente.
El Homo sapiens (literalmente “hombre que piensa”) recorre los caminos de la Tierra desde hace unos 70.000 años. Nació en África y ha llegado a la Antártida, el polo Ártico, la cima del Everest (8.848 metros de altura sobre el nivel del mar), al abismo Challenger, a la fosa de Las Marianas (10.923 metros de profundidad bajo el nivel del mar)… y la Luna.
Lo menos que podemos decir, para ser benévolos con nosotros mismos, es que ese “hombre pensante”, antes que una criatura capaz de resolver ecuaciones de segundo grado, debe ser definido como un perfecto imbécil.
Pero no incurramos en el error del cinismo, en la pérdida de fe en nuestro amor por la vida, en nuestra capacidad para el diálogo, en nuestro hemisferio hecho de luz, de sed de armonía y de verdad.
No sucumbamos al canto de sirena del escepticismo (una solución demasiado fácil, buena apenas para los débiles). Al día de hoy, puedo decir, desde lo más hondo de mi corazón: creo en el ser humano. A pesar de lo atrozmente violento que ha sido su paso por la tierra, creo en nuestra capacidad de discernimiento ético, de sindéresis.
Creo, sobre todo, en nuestra habilidad para vencernos a nosotros mismos —es mi definición de la fortaleza moral— , vencer al monstruo hegemonista y sediento de poder que llevamos dentro. La pulsión de vida — y vida justa, racional, armónica— prevalecerá. Tengo de ello la absoluta certeza.
El autor es pianista y escritor.