Con pocas horas de diferencia fueron presentados públicamente sendos informes que vienen a confirmar que, en los dos países demográficamente más vastos de nuestro continente, los Gobiernos autorizaron, en épocas asaz recientes, la tortura como práctica regular en sus centros de detención. El martes, lo hizo en Washington la Comisión de Inteligencia del Senado; el miércoles, en Brasilia, la Comisión de la Verdad nombrada por la presidenta Rousseff, ella misma sometida a tortura por los militares. Al leer los resúmenes que sobre ambos informes publicó la prensa, lo que nos sorprende no es la naturaleza vergonzosamente brutal de cuanto se revela en ambos casos, sino el hecho de que todo lo que ahora se divulga había sido dado a conocer, tiempo atrás, por diversas fuentes independientes. Así, pues, nada nuevo bajo el sol y, en muchas de las reacciones de repudio que ahora son meras muestras de oportunismo, tenemos que ver los síntomas de una enorme hipocresía colectiva.
En Brasil, los autores del informe manifiestan haber carecido “del apoyo de las Fuerzas Armadas para echar luz sobre ese capítulo oscuro de la historia brasileña”, pese a que una normativa legal aberrante les garantiza impunidad a los culpables de crímenes de lesa humanidad. Aun cuando su investigación cubre el período comprendido entre 1974 y 1985, la Comisión se atreve a afirmar que “la práctica de detenciones ilegales y arbitrarias, tortura, ejecuciones, desapariciones forzadas y hasta el ocultamiento de cadáveres no es extraña a la realidad brasileña contemporánea”. No en balde las organizaciones pro derechos humanos han denunciado que, entre los años 2009 y 2013, la Policía brasileña ultimó a más personas que, en tres décadas, la Policía norteamericana, a la cual se le conoce un gatillo alegre que funciona en un país con el doble de la población de Brasil.
En Estados Unidos, el exvicepresidente Cheney, señalado como uno de los promotores del empleo de la tortura, ha declarado paladinamente que retomaría la iniciativa, si fuera necesario. En Polonia, un lacayuno expresidente reconoce ahora que mintió cuando negaba haber prestado el territorio polaco para que la CIA instalara una cárcel clandestina. Y lo peor, de nuestro lado: en Costa Rica aparecieron, en las redes sociales, comentaristas aparentemente “bien informados” que aplauden abiertamente la práctica carcelaria de la tortura. Sin duda, nos ha tocado vivir tiempos extraños, tan extraños que se parecen al pasado como una gota de agua a otra.