El primer miércoles de este mes, al convocarnos a las elecciones del primer domingo de febrero, Luis Antonio Sobrado, presidente del TSE, pronunció un reflexivo mensaje que, en esencia, fue una breve admonición: cuidado con las noticias falsas. Apenas 24 horas después, los hechos le dieron la razón. En medio de la tragedia por Nate, las redes sociales fueron inundadas por mentiras que parecían verdad; entre otras, cocodrilos en los corredores de casas, una torre de apartamentos a punto de colapsar y represas con fallas estructurales. Peor aún, mucha gente las creyó y reprodujo.
Asistimos, así, a un tímido adelanto de lo que podría ocurrir conforme arrecie la campaña: una avalancha de falsedades disfrazadas con rasgos de verdad, destinadas a confundir al electorado, manipular sus percepciones, exacerbar sus prejuicios y sustituir la discusión sobre hechos verificables por otra sobre fantasías y emociones imposibles de comprobar y, a veces, desmentir.
En el caso de Nate, varios cocodrilos salieron del Tárcoles (verdad) pero ninguno entró a las casas (mentira). Varias laderas cedieron (verdad), pero ninguna con un edificio encima (mentira). Los embalses crecieron al punto del derrame (verdad), pero las represas no se fracturaron (mentira). Es este uso de retazos reales para construir trajes falsos lo que genera un gran riesgo de distorsión.
Las falsedades y rumores siempre han acompañado las campañas. La diferencia es que hoy los medios de prensa formales, que siempre pueden ser llamados a cuenta y generalmente aplican estándares de calidad de contenidos (aunque imperfectos), han perdido su primacía como ejes de información y verificación. Los han rebalsado las redes sociales, su abrumadora abundancia y la dificultad de discernir entre falso y verdadero.
Cuando esto ocurre, los prejuicios pueden erigirse en el gran filtro de los contenidos, y nuestra cercanía a sus remitentes en el principal criterio de credibilidad: si la falsedad la crea o retransmite un amigo, el potencial de aceptación sube.
Nada de lo anterior puede –ni debe– regularse en democracia. La principal responsabilidad de evitar las neomentiras y sus efectos recae en los estrategas de campaña, pero también en nosotros. Es un asunto de criterio y sensatez; también, una advertencia para todos.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).