Empleados de la Asamblea Legislativa a punto de pensionarse encuentran en la movilidad laboral un medio para duplicar su cesantía. Treinta y cinco funcionarios han seguido esa ruta al son de ¢330 millones. Poco antes del retiro, se acogen a la movilidad y en lugar de cobrar ocho años de cesantía reciben pago por dieciséis.
La práctica ejemplifica el ingenio de la burocracia para transformar medidas de ahorro en erogaciones adicionales. La movilidad fue pensada para disminuir el aparato estatal ofreciendo incentivos económicos a los funcionarios con el fin de motivarlos a abandonar voluntariamente el cargo.
La existencia de la ley implica una confesión de los excesos de la planilla y de la imposibilidad de racionalizarla si no hay acuerdo de los empleados. El empleo público se ha transformado, en muchos casos, en patrimonio del funcionario. Por eso se les paga por abandonar el cargo. Visto desde otra perspectiva, el Estado, es decir, los contribuyentes, les compran la plaza para no seguirla pagando innecesariamente.
Esa compra no tendría utilidad alguna si la burocracia queda en libertad de reconstituir sus filas con nuevas contrataciones. Por eso la ley estipula el cierre definitivo del puesto abandonado por movilidad laboral. En eso estriba, dice la Asamblea Legislativa, la ventaja de aplicar el sistema a quienes están próximos a pensionarse. Si se jubilaran como cualquier cristiano, se les pagarían los ocho años de cesantía pero la plaza seguiría existiendo y alguien vendría a llenarla.
En otras palabras, la justificación de la plaza depende de la forma en que la abandona su titular. Si se le pagan los beneficios de la movilidad voluntaria, el puesto se torna innecesario. Si la vacante ocurre por otro motivo, es preciso encontrar un sustituto para ejercer funciones de las cuales se pudo haber prescindido.
Antonio Ayales, director ejecutivo de la Asamblea Legislativa, no recuerda el cierre de una sola plaza porque el titular se haya pensionado. La explicación de ese fenómeno no guarda relación alguna con la movilidad laboral, sino con la falta de voluntad política, como bien lo señaló el diputado Mario Redondo. Es cuestión de aprovechar el fin de la relación laboral por cualquier motivo, incluida la jubilación, para eliminar la plaza aunque la ley no lo exija, porque ni el derecho ni las exigencias prácticas imponen la obligación de llenarla. Debería ser así de sencillo pero, en ese caso, las políticas de contratación responderían a una racionalidad inaceptable en el Estado costarricense.