A partir del 31 de diciembre, el Canal 13 salió temporalmente del aire. El objetivo, de acuerdo con el director general del Sistema Nacional de Radio y Televisión (SINART), Guido Sáenz, es reestructurarlo y reorientarlo para que retorne como una opción diferente para el público.
A la luz de la experiencia de países democráticos más maduros -los europeos, Japón y Estados Unidos-, donde la televisión pública juega un papel de primer orden, a la par de la privada, es que seguimos creyendo firmemente en la necesidad de que ese medio no desaparezca.
Una televisión del Estado -resguardada del manipuleo gubernamental- debe ser el vehículo de difusión de programas de entretenimiento, de formación e información que no tienen por qué ser aburridos ni estar dirigidos a una elite, como erróneamente se cree.
Dos botones: basta observar la programación de la Televisión Española (TVE) y del Discovery Channel para darse cuenta del potencial que ese medio tiene para influir positivamente en una audiencia que, como la costarricense, está hoy expuesta a mensajes violentos, pueriles y deformadores.
Desgraciadamente, en nuestra televisión cualquiera que tenga patrocinadores consigue campo. Eso, más las agallas para plantarse frente a un micrófono y una cámara, son suficientes. ¿Y qué nos ofrecen? Programas musicales (enlatados con la "animación" de un fulano que se esfuerza por ser simpático), deportes, dizque entretenimiento y humor (la mayoría rayan en la chabacanería y se distinguen por la falta de originalidad), y algunos espacios dedicados al debate de temas actuales.
Pero, si la producción no es rentable, si no pelea los primeros lugares del rating, no tiene futuro. ¿Qué expectativa tiene aquí un espacio dedicado a asuntos ecológicos, al teatro o aspectos complementarios a la educación formal?
Eso no interesa a la televisión comercial. Por eso, es deber del Estado asumir esa tarea.