Hacer política es, en gran medida, competir por el control de las decisiones públicas. Gobernar, por eso, es decidir. Pero decidir políticamente no es solo tomar medidas y hacer que se cumplan. Es, sobre todo, establecer un adecuado vínculo entre los actos y sus resultados; entre las determinaciones y sus consecuencias.
Cuando se desconoce la relación de causalidad en el ejercicio del gobierno, se suscita la confusión y, a partir de ella, se debilita la credibilidad.
Este ha sido uno de los problemas esenciales de la actual administración. Susmanifestaciones van desde buenas medidas que se toman sin adecuadas explicaciones sobre su origen y dirección, hasta disparatadas actuaciones que no reciben sanción. Y el resultado es una creciente confusión ciudadana, que conduce al descreimiento y hasta el cinismo.
El caso del ministro Juan Diego Castro es una muestra más en esta inconveniente tendencia. La magnitud de su falta pública en relación con los diputados, a la que se añade un voto legislativo de censura sin precedente en la historia contemporánea, debió haber tenido una consecuencia inmediata: su salida del cargo. Habría sido, entre otras cosas, una lección de higiene política del más alto nivel; una forma de restaurar la relación perdida entre acierto y premio, o entre falta y castigo en los asuntos públicos.
Pero el Presidente optó por las evasivas y la inacción; es decir, de nuevo prefirió desconectar las decisiones de sus resultados. Si cambia o no al Ministro en enero o febrero, será ya irrelevante desde el punto de vista de la simbología institucional. La necesidad que esta imponía era actuar de inmediato, para hacer evidente la consecuencia de un acto.
Desaprovechar la oportunidad o, más aún, eludir el deber político ante el que estaba, es un error que no solo perjudicará al Gobierno actual, sino a la confianza del público en los políticos y el sistema.