Cinco años después de la fecha programada, la planta hidroeléctrica de Pirrís comenzó a generar energía y en cuestión de semanas inyectará 134 megavatios a la red de distribución nacional, suficiente para dotar de electricidad a 160.000 familias en seis cantones de San José y en Parrita, de Puntarenas.
Con los primeros giros de las turbinas renace la polémica que desde hace años ronda el proyecto. El costo inicial se calculó en $300 millones, pero terminó en las proximidades de los $600 millones, la construcción tardó once años y no seis, la empresa constructora falló a medio camino y el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) se vio obligado a asumir la obra. Al final, la planta producirá la energía hidroeléctrica más cara del país: $0,19 por kilovatio hora cuando la media es de $0,10.
Parte del encarecimiento y retrasos se debió a razones de fuerza mayor, como la tormenta Alma y el huracán Tomás, pero también intervinieron factores bien conocidos en el ámbito nacional. La aprobación del préstamo contraído con un banco japonés se enredó en los vericuetos de nuestra burocracia y tardó demasiado. Posteriormente, hubo atrasos en los desembolsos y la empresa italiana Astaldi, contratada para construir la represa, abandonó el contrato. El ICE también atribuye los problemas de financiamiento a la política del Ministerio de Hacienda de imponer un límite de gastos a las empresas públicas.
En suma, los críticos del proyecto tienen base para señalar la existencia de imprevisión, falta de cuidado al contratar con terceros y lentitud en los procesos burocráticos. A juzgar por los primeros informes, también hubo una encomiable capacidad técnica para ejecutar una obra de enormes dimensiones en la escala nacional.
Álvaro Castillo, director del proyecto hidroeléctrico, hace dos señalamientos para enfrentar la crítica: la energía más cara es la que no se genera y el país necesita aprovechar sus recursos hídricos para limitar la generación de electricidad térmica. Las dos aseveraciones son ciertas. Por una parte, las interrupciones del fluido eléctrico son costosísimas para la economía y ponen freno al desarrollo nacional. Por otra, la energía térmica es cara –aun en comparación con los costos calculados para Pirrís-- profundiza nuestra dependencia del petróleo importado y contamina el ambiente sin misericordia.
Por todas esas razones la planta es bienvenida, pero vale la oportunidad para reflexionar sobre la tendencia a justificar los errores con el argumento contenido en el dicho popular de “peor es nada”. Es cierto, la represa entró en operación y ofrecerá al país ventajas incuestionables, pero también es cierto que pudo haberse hecho mejor.
Es el caso, también, de la carretera a Caldera, cuyas deficiencias ya fueron admitidas por la exministra de Transportes Karla González, quien dijo preferir la vía “con muchas fallas por corregir, que no tener carretera del todo, como ocurrió durante más de tres décadas”. En efecto, es preferible, pero en eso no consiste el debate. Si no es la carretera que “nos merecemos”, como dijo la exministra, es perfectamente legítimo preguntar por qué. También es necesario hacerlo para prevenir la comisión de los mismos errores en el futuro.
La carretera a Caldera no es la última vía que se construirá en el país ni Pirrís será la última planta. Las instituciones involucradas deben examinar cuidadosamente los errores para que a nuestra proverbial imprevisión no se sume, en el futuro, la cortedad de memoria y la incapacidad de aprender de los desaciertos. “Peor es nada” no es una fórmula aceptable de evaluación de resultados y tampoco un norte para los objetivos del buen gobierno. El costo de los errores cometidos, por otra parte, tiene entidad suficiente para exigir que el aprendizaje sea muy acelerado. La próxima carretera debe ser la que merecemos y la siguiente planta eléctrica debe generar al costo más razonable.