Una cosa es saber y otra es entender. Por ejemplo, sé que Einstein elaboró la teoría de la relatividad, pero no la entiendo, en el sentido de poder explicar con propiedad su contenido e implicaciones. Uso este ejemplo para plantear el tema que quiero tratar hoy, que nada tiene que ver con física ni matemática sino con la vida diaria: en Costa Rica sabemos lo que una acera es, pero no entendemos su importancia para el funcionamiento de las ciudades ni, por supuesto, de su importancia para la salud pública.
Una acera es, según la Real Academia, “orillas de calle, generalmente enlosadas, destinadas al tránsito de la gente de a pie”. Me dirán ustedes: “¿Y quién no sabe eso?” A juzgar por los hechos, muy pocas personas en este país entienden el concepto. En muchas calles –sino la mayoría–, las aceras se encuentran en pésimo estado, irregulares, llenas de desniveles, discontinuas: son verdaderas trampas para peatones y caminos imposibles para los discapacitados. En ocasiones, las casas se abalanzan hasta la misma cinta asfáltica, tirando a los peatones a la calle. Además, los choferes estilan subir los autos en las aceras, supongo que para marcar territorio, como los perritos. Y todo eso cuando hay aceras.
Pueblos, ciudades y barrios sin aceras en buen estado, o sin aceras del todo, son un indicador de una paupérrima cultura urbanística que ricos encopetados y pobres de solemnidad comparten, una que ve a los peatones con desprecio y propicia accidentes de todo tipo. Además, como para evitar malmatarse, todos caminamos con la vista clavada en el piso, nadie aprecia las horribluras urbanas que tenemos. Sin embargo, una ciudad con aceras anchas y bien atendidas no solo es estéticamente agradable, sino que propicia sitios de encuentro, de tertulia, de construcción de sentido de comunidad.
¿Por qué no entendemos la importancia de tener buenas aceras? Quizá la pregunta sea otra: ¿por qué nos hacemos los chanchos? Me atrevo a especular: por una mezcla de gente angurrienta, que escamotea la obligación legal de tener una buena acera, y de desidia pública, del desinterés de las municipalidades para exigir a vecinos, empresas e instituciones cumplir su responsabilidad. Sobre todo, creo que hay un factor subyacente: a diferencia de otras culturas que viven en ciudades desde hace centenares o miles de años, los costarricenses no entienden que una urbe exige ciertos códigos y obligaciones de convivencia. Creen que una ciudad es un amontonamiento de gente y nada más; mentalmente viven aún en el tiempo. Mientras nos enteramos de que va el asunto, las horribles y cochinas aceras nuestras, cuando las hay, seguirán siendo un elocuente testimonio de nuestra pequeñez.