E n los primeros meses del 2001, sucedió un evento trascendental en mi vida y la de mis hermanas. En las últimas semanas de vacaciones antes de ingresar a primer año del colegio, el canal Sony anunció que la sétima sería la última temporada que emitiría de Friends ; pues a finales de año, la serie pasaría a Warner. Para despedirse de la comedia, Sony haría maratones de los episodios previos.
Hay que viajar en el tiempo para comprender la magnitud: eran días previos a Netflix, eran días en los que Friends era una comedia novedosa, eran días en los que dos horas seguidas de episodios viejos no se sentía como un relleno de media tarde, sino como una oportunidad única de regresar a chistes que no se sentían antiguos, a situaciones que no parecían tan ridículas, a personajes que no se percibían unidimensionales.
La vida era distinta. No posteábamos sobre la nueva serie que estábamos viendo ni teníamos un catálogo infinito para escoger.
En lugar de eso, mis hermanas –siete y nueve años mayores que yo– aprovechábamos nuestras vacaciones invadiendo el cuarto de nuestro padres –donde estaba el único tele a colores de la casa– mientras ellos trabajaban, y dedicábamos la tarde a ver a Joey, Chandler, Ross, Mónica, Rachel y Phoebe bebiendo café en Central Perk; nuestro menú, en cambio, consistía de atún arreglado con tomate y mayonesa, servido en galleta soda.
Añejos, sin haber tendido nuestras camas, sin mayor preocupación salvo echar ocasionales miradas a la ventana. Cuando la figura de mi madre aparecía cuesta abajo, de regreso del trabajo, el maratón se detenía de súbito: en el tiempo que le tomaba a Ma subir la cuesta, abrir el portón y entrar a la casa, mis hermanas y yo cambiábamos las pijamas por ropa de día, lavábamos los platos y tendíamos las camas.
Ma nos encontró siempre apiñados en la cama que ella compartía con mi papá, frente al tele, viendo Friends .
La vida ya no es igual. Mi madre falleció, mi papá cambió el tele, mis hermanas se casaron y reprodujeron, y Friends pasó de Sony a Warner años antes de que Netflix apareciera en nuestras vidas para desterrar, en enorme medida, el cable.
Durante el último par de semanas, mientras preparaba un trabajo en la sala de mi casa, decidí buscar Friends en Netflix y ponerlo de fondo mientras cumplía con mis labores.
Sentí un poco de pena por el humor fuera de lugar, por la debilidad del guion e incluso por aspectos técnicos (es fácil encontrar al menos una escena desenfocada en cada episodio de las diez temporadas de la serie).
Al mismo tiempo, sin embargo, recordé los viejos tiempos. Cuando mis hermanas, mis papás y yo vivíamos en una sola casa, con un solo tele. Cuando la vida era más fácil. Cuando la cena era un atún con tomate y mayonesa.
La televisión –y otras formas de comunicación– tiene un raro poder que trasciende el tiempo y el espacio; una capacidad de mezclar, en partes iguales, la nostalgia y el cariño.
Estoy seguro de que mis hermanas piensan lo mismo.
Esta es una columna de opinión de la revista Teleguía, de La Nación, y como tal sus contenidos no representan necesariamente la línea editorial del periódico.