Opciones tuvimos muchas (demasiadas) para seguir en vivo el desenlace de las elecciones presidenciales estadounidenses. Y, pese a tanta modernidad y portabilidad, aquella noche la vivimos a la vieja escuela: sentados frente al televisor.
Así fue en mi caso y el de millones y millones más. Puede ser que a lo largo de los meses previos nuestros ojos estuviesen más en espacios digitales, pero a la hora de los balazos, nada sustituye (aún) la emoción que da una pantalla decente y un canal de noticias transmitiendo en vivo y sin interrupciones.
Está bien: eso lo dice alguien de casi 40 años, que creció pegado a la chupeta electrónica. Sé que somos la última generación que disfruta de plantarse frente a un tele, al contrario de los jóvenes y niños que se crían consumiendo sus contenidos en dispositivos portátiles y que valoran más una conexión potente a Internet que una suscripción a un servicio de cable.
Quizá esta también haya sido la última gran cobertura electoral para la televisión estadounidense. Al ritmo vertiginoso en que van las cosas, no es descabellado pensar que para el 2020 sigamos en vivo el cierre de los comicios en plataformas digitales como Netflix. Piénselo y verá que no está tan jalado del pelo.
Pero en el 2016 la televisión fue la reina, para bien y para mal. Un par de días antes en una reunión de planeamiento en el periódico discutíamos opciones de servicios para ofrecer a los visitantes de la página web durante la noche del martes, y pronto saltó una verdad enorme y obvia: aquella era una noche en la que la gente volcaría su atención casi total hacia la pantalla chica.
Todos empezamos la transmisión tranquilos, sin ansiedad. Pronto el ritmo cardiaco se aceleró y rodamos sin remedio hacia una maratónica televisiva que se extendió a bien entrada la madrugada del miércoles. Conforme el mapa estadounidense se teñía de rojo y los presentadores y analistas perdían la compostura ante los resultados, simplemente se hizo imposible despegarnos del sillón, del control remoto, de CNN, Univisión, Fox News...
Apagué el televisor poco después de las 2:20 a. m., hora de Costa Rica. En Nueva York, Donald Trump acababa de dar su discurso de la victoria. Ahí, en medio del silencio de la madrugada, el mundo ya no se sentía el mismo. La zozobra nos la llevamos atorada en la garganta para la cama.
¿Volveremos a pasar por un trance así? Difícil saberlo y por ahora, poco importa. Sé que esa noche volví a sentir una complicidad con el televisor que no experimentaba hacía ya un rato. Volví a sentirme pequeño al entender cómo a miles de kilómetros podía colocarme en la primera fila, en un hotel neoyorquino lleno de hombres blancos sonrientes, eufóricos, todos enfundados en sus espantosas gorras rojas que tan mala combinación hacían con sus trajes enteros y atuendos ejecutivos. Gracias al tele, el miedo me vio a los ojos.