Pájaro exótico, extravagante y barroco. Fue más que una bailarina, una comediante o una negra. Reía, lloraba y danzaba como poseída, con brincos y espasmos epilépticos que sacudían sus pechos recios y su trasero enhiesto.
Si verla era pecado mortal, escucharla era una delicia eterna. Su voz fue un instrumento en parte saxofón, sordina y flauta.
Nada de eso describía a esta mujer, que a los 15 años ya había tenido dos maridos; a los 20 enamoró y enloqueció a los europeos; espió para la Resistencia Francesa y durante medio siglo fue la “vedette” más cotizada en el Casino de París, Marigny o el Folies Bergére.
Amaba a las mascotas; llegó a poseer un leopardo, un chimpancé, una serpiente, un cerdo, una cabra, una lora, un perico, muchos peces, tres gatos y siete perros.
Aunque su primer hijo nació muerto y quedó estéril por una histerectomía, adoptó a doce niños de diferentes etnias y los llamó la “tribu del arcoíris”, con ellos vivió en el Castillo de Milandes, en Francia.
Cuando la luz de los reflectores la bañaba, aquella mulata adolescente salía disparada como el dardo de una cerbatana. Cubierta apenas con un taparrabos, a veces a saltos y en otras de cuatro patas, reptaba por el escenario y el público rabiaba al escuchar su nombre: Josephine Baker.
En la pila bautismal le encajaron Freda Josephine Carson, según los designios de su madre –Carrie McDonald– una lavandera que la trajo al mundo el 3 de junio de 1906 en Misouri, como fruto de sus devaneos con Eddie Carson, un percusionista de vaudeville, que las dejó al garete.
Todo empeoró porque Carrie se enyuntó con Arthur Martin, un papanatas que más bien las hundió en la pobreza; Josephine dejó la escuela para trabajar como criada y niñera en las casas de ricos, con tal de ayudar al sostén de sus tres hermanos.
Negra, ignorante y pobre la niña solo pudo hallar empleo como mesera en The Old Chauffeur’s, un cafetín de mala muerte donde a los 13 años conoció a su primer consorte, Willie Wells.
Como nunca ocupó un hombre que la mantuviera o le diera soporte emocional, dejó al buenoparanada de Wells y a los 15 años se casó con Willie Baker, que por lo menos le heredó el apellido.
Un año después se lo quitó de encima y se unió a un grupo de bailarines de Filadelfia, que la rechazaron por sus torpes movimientos. Con 17 años entroncó con el coro de The Dixie Steppers y se fue a Nueva York, ahí actuó en Broadway, en el Plantation Club y en el Cotton Club de Harlem.
Aparte de la discriminación racial padeció los rigores de la incomprensión por exótica, desinhibida, independiente y libérrima. Hastiada, en 1925 hizo un motete con sus bártulos y se marchó a París, donde brillaría como corista de la Revue Négre y su rutina Danza Salvaje.
Vestida con un cinturón de bananos, le bastaron tres meses para conquistar los clubes nocturnos de la Ciudad Luz.
Su sonrisa de esfinge, su ardor primigenio y aquella expresión de infantil deseo la hicieron un mito y la transformaron en la Perla Negra o la Diosa Criolla.
Sirena tropical
Ninguneada en su propio país, arrasó en Europa. Las ebúrneas parisinas se embadurnaban con cremas de nueces para tener la piel broncínea, como Josephine.
La Baker rompió todos los moldes; posó encuerada con su leopardo Chiquita y sus fans rescataron una colección de 16 fotos en las que lucía al natural su imponente cuerpo, entre sedas, lentejuelas y plumas.
A los 21 años era la artista mejor pagada del viejo continente y –por aquellos días– presumía de ser la mujer más fotografiada del mundo, por encima de Gloria Swanson y Mary Pickford.
La vedette alternó los clubes nocturnos con los platós de cine y filmó La Sirena de los Trópicos , Zou-Zou y La Princesa Tam-Tam .
En el apogeo de su carrera la sorprendió la Segunda Guerra Mundial; pasó a ser una agente de contraespionaje y envió mensajes cifrados en las letras de sus partituras. Tras la liberación francesa, el Presidente Charles de Gaulle la condecoró con la Legión de Honor.
Regresó a Estados Unidos pero sus coterráneos nunca aceptaron que una negra tuviera tanto poder y sofisticación; la rechazaron en el Ziefgeld Follies y la jauría periodística la humilló con sus críticas.
Vivió a todo trapo y sostuvo amoríos con hombres y mujeres, si bien el público nunca conoció esa vertiente bisexual. Fue amante de la escritora Colette y tuvo cinco maridos.
A los dos primeros Willies le agregó a Jean Lion; más tarde al director de orquesta Joe Bouillon con quien adoptó a la “tribu del arcoíris”, para demostrar que todos eran hermanos más allá de las diferencias étnicas.
El último amor fue Robert Brady, un amigo íntimo con el que vivió a la sombra durante décadas y, a los 67 años, decidió casarse en secreto para evitar que se burlaran sus conocidos.
Varias veces se retiró y otras tantas regresó a los escenarios para salir de la ruina y mantener a su numerosa prole. Su amiga, la Princesa Grace de Mónaco, le cedió una casa en Francia y la contrató para espectáculos de caridad.
Para celebrar 50 años de carrera realizó una presentación en París, el 8 de abril de 1975; cuatro días más tarde la fulminó una hemorragia cerebral.
En Josephine Baker la danza, el teatro, el cine y la canción fueron uno; el mundo se prendó de aquella fuente viva en el escenario, de aquel cráter en erupción que arrasó Europa como un ciclón mestizo.