Abrí el paquetito con cierta dificultad, en parte por ansiedad y en parte porque el papel de envolver venía pegado con mucha cinta engomada. Además –lo confieso avergonzado– iba manejando. Pero, como el paquetito me ganó la partida inicial, prudentemente me orillé para abrirlo.
Como si fuera una antigua botella de vino en reposo, al primer contacto con el aire el contenido del inesperado regalo comenzó a despedir el olor inconfundible de los libros viejos. Entré en éxtasis: cerré los ojos para concentrarme en aquel leve pero embriagante aroma a humedad, a hierbas y algo de vainilla que se desprendía al pasar las páginas.
Me pareció una contradicción: cerrar los ojos para apreciar un libro de pasta dura de color azul celeste, con el título en mayúsculas doradas y caladas en la tapa. Impreso (debería decir cosechado) en España, hace casi un siglo. Sin embargo, su olor se impuso temporalmente sobre mi sentido de la vista, trayendo a la memoria otros libros que perfuman mi biblioteca y que me inducen a olerlos como quien olfatea a la mujer amada o el pan recién horneado. Vieja costumbre que aprendí en la antigua Biblioteca Nacional. La de oler los libros, digo.
¿Por qué huele un libro viejo a libro viejo?
Según investigaciones recientes del Colegio Universitario de Londres, su peculiar perfume es el resultado de cientos de compuestos orgánicos volátiles (COV) que se fugan al aire a medida que los libros envejecen. Es una especie de “muerte lenta” que va dejando estelas aromáticas. Su mezcla particular de fragancias tiene que ver con el tipo de papel, tintas, gomas, resinas y otras sustancias que entraron en juego en su pretérita impresión.
Ninguna de las fragancias domina a las demás, pero no todos los libros huelen igual. Si el papel se deriva de madera triturada, por ejemplo, podemos sospechar que además de la vainilla dulzona generará también un olor anisado. Y si se le agregó alguna resina para hacerlo más impermeable a las tintas, emanará el olorcillo alcanforado, aceitoso y amaderado que caracteriza a algunos libros viejos.
El lado práctico de estos descubrimientos es que permite a los restauradores medir el grado de deterioro de libros y documentos viejos sobre la base de su aroma, sin tener que recortarles muestras para hacerles “biopsias” en laboratorio. Una nueva técnica permite ahora analizar los gases que emiten, para saber de qué fueron hechos y así restaurarlos apropiadamente.
…Cerré el libro azul celeste con cuidado. Es uno de los 22 tomos de una edición de las Obras Completas de Rubén Darío, que acabóse de imprimir el 30 de julio de 1920, poco más de cuatro años después de su muerte. El libro se titula Prosa Política y agrupa comentarios de Darío sobre las repúblicas americanas, Costa Rica entre ellas, a la que dedica un amoroso artículo periodístico.
Perteneció el fragrante libro a su hijo Rubén Darío Sánchez, y esto perfuma aún más mi nueva joya bibliográfica.