El triunfo de la Sele fue adoptado con todo el corazón por miles de brasileños y, entre estos, algunos bastante particulares.
El sábado 14, tras el juego, buena parte de la turba tica se tiró a la playa, frente a los hoteles en los que se hospedaba la mayoría, para darles rienda suelta a los cánticos y al festejo.
Pasada la medianoche un hombre alto, de contextura gruesa y camiseta negra, envió una ronda completa de cervezas a los más o menos 30 nacionales que bailoteábamos por ahí.
Una hora después Antonio, quien se supone que es uno de los magnates gasolineros más poderosos de Fortaleza, se había convertido en el eje de la fiesta. Aunque más bien era serio y de pocas palabras, se dedicó a consentir a la afición tica con rondas y más rondas de cervezas y hasta caipiriñas.
A eso de las 3 a. m. se acabó la birra, pero no la fiesta. Antonio se levantó, les hizo una seña a sus cinco o seis guardaespaldas y todos subieron a un vehículo blindado, negro, último modelo. Solo dijo: "Regreso en media hora".
Todos daban por sentado que el inusitado anfitrión había hecho las de Melquíades, pero resultó que no: efectivamente, menos de media hora después, el hombrón apareció con una docena de garrafones gigantes y sus hombres se dedicaron a colocar, mesa por mesa, el nuevo cargamento.
El vacilón siguió y los ticos, ya enfiestaditos, hasta le hacían el baile del indio, lo rodeaban y simulaban reverencias, todos reían, todos cantaban, Antonio observaba.
Cuando empezó a aflorar el alba, el hombre de negro simplemente se levantó, subió a su blindado y se retiró del lugar con los suyos.
Nosotros también buscamos camino y cama, antes de que los rayos del sol hicieran trizas nuestras sienes. En la ida colectiva, solo se escuchaba una y otra vez una pregunta sin respuesta : "¿Maes, maes, qué raro, qué diablos se haría el Quintavalle brasileño".